Wilson García
Columnista / 21 de noviembre de 2020

Vivir hasta morir

2020 es el año de la fragilidad humana y los conteos diarios de enfermos y muertos. A causa de la pandemia, se han instalado en la cotidianidad de tal manera que saber del dolor ajeno ya no es un sentir mutuo sino una estadística de la que esperamos hacer parte muy pronto, porque a todos nos va a tocar la muerte. La vida hay que entenderla con la muerte incluida y esto lo saben muy bien en la cultura mexicana, que tiene tan presente su relación con La Copetona, así como los ritos mortuorios y duelos que son una transición de color y profunda reflexión.

En días pasados tuve el gusto de oír la conferencia del especial de muertos del historiador y escritor Martín Quintanilla Sánchez-Juárez en la que a través de la historia del arte nos mostró la poética de la muerte entre los mexicanos y entre tantas bellas obras nos dio a conocer este breve poema de Elizabeth Kubler-Ross: “Vive de tal forma que, al mirar hacia atrás, no lamentes haber desperdiciado la existencia. Vive de tal forma que no lamentes las cosas que has hecho ni desees haber actuado de otra manera. Vive con sinceridad y plenamente ¡vive, hasta morir!”

Esa noche me quedé pensando en qué momento de mi vida fue que supe que existía la muerte; recordé cuándo fue que empecé a entender que vivir no es una antítesis de morir sino un pleonasmo con sentido pleno; de pronto me vi al igual que Nío, el personaje niño de La Hojarasca de García Márquez, impactado y conmocionado, cuando a mis 5 años la profesora Filomena muere mientras nos dictaba clase en su kínder. Desde entonces crecí con el concepto de la muerte asociado a lo oscuro, lo gris, y lo castigable, acuñado desde la moral religiosa con eso de la salvación y la condenación después de morir. ¡Qué manera de crecer! Sometido al miedo de la muerte oyendo frases comunes como “me quiero morir”, “te voy a matar”, “si no lo haces, te mato”. Bien, voy a narrar brevemente cómo fue que entendí que la muerte existía.

Conocer la muerte… A los 5 años, me veo con un pantalón corto color oscuro, camisa azul clara, mangas a medio brazo, zapatos negros, pesados, medias a la rodilla y peinado con un gel que endurecía el cabello para dibujar un camino a medio lado. Amanecía en un pueblo de Antioquia y me vestían para ir al kínder, allí una señora llamada Filomena, tenía junto con su hija una escuelita de formación pre-escolar, recibían niños para darles clases básicas de lectura, matemáticas y sociales; mi madre me enviaba a esa casa escuela que solo tenía dos salones y un patio. Ese día me vistieron temprano para ir a la escuela. Amparito, mi madre, jamás se imaginaría que tendría mi encuentro con la muerte, ver morir a alguien a esa edad trastornó el ritmo de mi vida. No imagino cuántos niños de hoy viven este traumático momento con tanta muerte en las puertas de sus casas. Antes del campanazo del descanso de la media mañana, mientras la profesora Filomena nos hablaba frente al tablero, un repentino ataque con convulsiones la invadió llevándola a la muerte instantánea, y los niños, entre desconcertados y risueños, la vimos caer desde nuestros pupitres. La maestra falleció, no sé la razón exacta, pero murió cayendo y golpeándose con un sonido tan brutal que pensé que era un acto torpe de payaso para divertir la clase, pero no fue así, la maestra moría y ese día se suspendió la clase; la hija de la maestra, que enseñaba en el grupo de al lado, entró en shock de dolor muy expresivo y me asustó. Entonces comprendí que ella estaba llorando y gritando porque pasaba algo grave a la profesora Filomena.

Ella fue velada pueblerinamente, dos días enteros expuesta en la sala de su casa, extendida dentro de un ataúd color morado oscuro, delante de un cristo en base de bronce, rodeada de 4 candelabros esquineros y altos, cajón inclinado a 3 grados y con la tapa abierta, con los nudos de sus dedos rígidos y artríticos entrecruzados, envuelta en un hábito con capuchino café y unos escapularios gigantes sobre su pecho, con algodones en la nariz, orejas y unos óvalos morados de carne pútrida alrededor del cóncavo de los ojos.

Los niños de la clase, incluido yo, fuimos llevados por nuestros padres a ese velorio, nos formaron en una fila y por encima de cualquier deseo individual de querer o no estar allí, nos alzaron en brazos para ver abruptamente la imagen más aterradora que he presenciado de la miseria humana, vieja y muerta. Un cuerpo de una anciana con arrugas dentro de las arrugas, con una expresión de dolor y fastidio en su rostro y la mortandad atada a su alrededor. Yo lloraba, pataleaba y desesperadamente trataba de escapar de la fuerza de los adultos que insistieron en que estuviera allí viendo ese aterrador cuadro de muerte.

Todos atribuían mi llanto y pataleta a una especia de dolor que imaginaban que yo sentía. Yo no sufría por la muerte de la maestra, yo estaba incómodo en un lugar no deseado y en un momento no querido. Desde entonces aprendí que uno no debe ir a donde no lo inviten, ni permanecer en donde no lo quieren. Odiaba que no me oyeran, que no me entendieran, que no se dieran cuenta de que mi llanto y desespero eran porque no quería ver la muerte de esa manera, porque no entendía que era la muerte y porque mi imaginación infantil estaba siendo opacada por esa aterradora figura de mujer muerta en un cajón rodeada de flores malolientes y de lloronas viejas rezanderas.

Dos días después, al amanecer, me estaban vistiendo de nuevo con el traje azul de pantalón corto para ir al kínder, y la imagen de la horrorosa muerta en su casa me paralizó… entré en ira, e hice el alboroto necesario para impedir que salieran conmigo de casa… No volví a la escuela hasta un año después, y ese recuerdo que hizo mella en mí aparecía cada vez que veía un cuerpo tirado por las calles de Medellín en medio de la incomprensible violencia que vivíamos durante mi adolescencia, pero que esquivé gracias a que encontré el teatro como lugar de salvación.

PD: Seguimos con un gobierno de turno que no hace duelo público, ni honra la memoria, ni lamenta sus muertos. Nada es completo en la vida y siempre hay que empezar de cero. @eldelteatro

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