Carlos Polo
Columnista / 5 de octubre de 2024

Truman Capote: el virtuoso que abrazó la autoflagelación

El pasado 30 de septiembre se cumplió un siglo del nacimiento de una de las plumas más prolíficas y prodigiosas de la tierra del Tío Sam: Truman Streckfus Persons. Fue un autor precoz que inició sus escarceos literarios a los tiernos 8 años, encadenándose prematuramente, y de por vida, a un amo noble pero despiadado: la escritura.

El 25 de agosto se cumplieron también cuatro décadas de la muerte de uno de esos pocos autores que lograron inscribir su nombre en el canon literario norteamericano. Rigurosidad, locuacidad y obsesión rayando en la locura definieron su obra. Pero la locura no siempre es oscura, también puede ser brillante, cegadora, como el verbo de aquel niño de ojos inquietos que entendió a tiempo la diferencia entre escribir bien y crear verdadero arte. Capote comprendió, no sin dolor, que esa diferencia podía ser sutil, pero ferozmente brutal.

El látigo surca el aire, y la piel siente su mordisco.

“Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste solo tiene por finalidad la autoflagelación”, sentenció Capote.

En esta máxima, resumió no solo el viacrucis del escritor con conciencia del lenguaje, sino el de cualquiera que aspire a la creación artística. El prefacio de Música para camaleones es mucho más que una declaración de intenciones; es un llamado a la autoexigencia, a esa flagelación que no es castigo, sino guía.

En el ámbito literario, las tentaciones son muchas y los pecados también: el barroquismo innecesario, la pirotecnia verbal, el exceso, la ignorancia de la técnica, el abuso de gerundios, las oraciones subordinadas. La falta de cohesión, las fallas gramaticales y el uso descuidado de la retórica son apenas algunas de las trampas. La tentación de caer en esos errores está siempre presente, a un texto de distancia.

Es fácil sucumbir. Vivimos esperando alcanzar un virtuosismo “tan fuerte y flexible como la red de un pescador”, sin morir en el intento. Queremos evitar la muerte por exceso, por indiferencia, por permanecer en la periferia. Pero, como advirtió el mismo Capote, muchas más lágrimas se derraman por las plegarias escuchadas que por las no respondidas.

“La mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo”, decía Capote.

El látigo vuelve a restallar, y el escritor sufre, tratando de depurar su dolor.

El prefacio de Música para camaleones es un ejercicio discursivo perfectamente organizado, desde sus unidades lingüísticas más pequeñas hasta su estructura global. Cada palabra, oración y párrafo está hilvanado con precisión, como parte de una cadena que lleva a su eficaz intención comunicativa. La estructura es tan fina y efectiva como un escalpelo quirúrgico.

Capote no solo era un maestro de la forma; también era un ingenio afilado, capaz de disparar dardos envenenados con la misma elegancia con la que soltaba frases ligeras y brillantes. “La vida es una buena obra de teatro con un tercer acto mal escrito” o “antes de negar con la cabeza, asegúrate de que la tienes” son ejemplos de su mordacidad. Pero también podía reducir la literatura a algo tan aparentemente banal como “un chisme”.

Brillante, sardónico y muchas veces desencantado, Capote navegaba entre las aguas profundas de su talento sin perder hondura. Para algunos era un esnob consumado, para otros, un genio incomprendido. “Soy alcohólico, drogadicto y homosexual. Soy un genio”, afirmaba con desdén.

Más allá de sus excesos personales, su legado es indiscutible: obras maestras como A sangre fría, Desayuno en Tiffany’s, y Otras voces, otros ámbitos transformaron la literatura y el periodismo. Sus cuentos cortos y crónicas largas siguen siendo piezas de referencia en el arte narrativo.

“Heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio”, escribió.

Yo también estoy solo, intentando armar una buena mano, también he estado algo loco, barajando un mazo de naipes que por momentos parecieran estar marcados.

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