Juan Alejandro Tapia
Columnista / 21 de junio de 2025

Celébralo, Curramba

Podría escribir que estamos locos, desquiciados de remate. Como sociedad, digo, porque en mi prepotencia cometo el error de no meterme en la misma bolsa con esos seres inferiores capaces de salir en desbandada a la calle a festejar un título imaginario del equipo de fútbol de sus amores, solo porque leyeron un comentario en una red social y no lo verificaron con una fuente de consulta autorizada, o de convertir el triunfo de un cantante semidesconocido en un reality de cobertura nacional en la celebración colectiva más grande que la ciudad recuerde este año después del Carnaval.

Sucedió con Altafulla tras su victoria en La casa de los famosos, había pasado un mes atrás con Juan Pablo Cadena, el niño invidente que venció en Yo me llamo mini con su imitación de José Feliciano, y ha terminado por convertirse en una constante desde que el 26 de mayo de 2014 centenares de hinchas del Junior se tomaron los barrios del sur, en una caravana de carros y motos, para celebrar lo que creían era un título ganado en el escritorio contra Nacional debido a una irregularidad cometida por el conjunto antioqueño -que supuestamente había hecho cuatro cambios-, porque lo vieron en un portal de la red social que antes recibía el nombre de Twitter.

Este caso marcó pautas a nivel nacional de lo que ya era conocido en el mundo como ‘fake news’. Una cadena de portales de dudosa procedencia reprodujo la versión falsa -ningún medio tradicional de comunicación hizo eco del presunto título entregado por la Dimayor al Junior- y rápidamente la bola de nieve dio paso a lo que hoy es recordado como el episodio de «Celébralo, Curramba», burla constante de todas las hinchadas del país hacia la afición rojiblanca y la ciudad como tal.

Podría escribir, digo, que la frivolidad es la constante en esta Barranquilla inocente y poco informada que así como traga entero un trino de fútbol es manejada al antojo del grupo político dominante con campañas mediáticas tendientes a distorsionar los múltiples problemas que la afectan, pero no voy a escribir sobre eso, insisto, sino sobre el desahogo de este tipo de celebraciones masivas y espontáneas en la olla a presión de una urbe sometida por las bandas criminales, el agobio de los cobradiarios, los impuestos por las nubes y las fallas constantes en los servicios públicos.

Me han hecho ver -y doy las gracias a quienes lo hicieron- que tamaña demostración de banalidad tiene su razón de ser: es una válvula de escape. Gracias a estas manifestaciones la ciudad puede desahogar su alegría incontenible, su esencia reprimida, varias veces al año sin causarle daño a nadie. Es una necesidad del barranquillero expresarse de manera desbocada para que sus emociones no se pudran por dentro, para no marchitarse por sus padecimientos, y este tipo de eventos, cuestionados por quienes creemos tener autoridad para señalar a los demás, le han dado la oportunidad de hacerlo. Quizá por ello es una de las capitales menos receptivas a estallidos sociales como el de 2021 y menos proclive, también, a la lucha y el odio de clases promovidos desde el Gobierno.

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