Odiar a alguien puede parecer, en ciertos momentos, una forma de justicia emocional. Nos sentimos heridos, traicionados o frustrados, y el odio aparece como una reacción instintiva.
Sin embargo, ese sentimiento no castiga a la otra persona tanto como nos castiga a nosotros mismos.
Cuando permitimos que el odio eche raíces en nuestro corazón, estamos entregando un parte de nuestro control interno. Pensamos en esa persona, nos consume su recuerdo, revivimos el daño una y otra vez.
Irónicamente, mientras creemos estar rechazando al otro, lo mantenemos dentro de nosotros con más fuerza que nunca. Le damos espacio, fuerza y energía. Esa es la verdadera derrota.
No se trata de negar el dolor ni de justificar lo que te han hecho.
Sentir enojo y tristeza es humano. Pero invertir ese dolor en odio sostenido, es como tomar veneno esperando que afecte al otro. Nos ata al pasado, distorsiona nuestro presente, y contamina nuestra visión del futuro.
El perdón no significa reconciliación. A veces solo significa liberarse. Soltar el odio no es un regalo para el otro, sino una forma de sanarnos a nosotros mismo.
La paz no se encuentra en la venganza, sino en la libertad emocional.
Por eso, si puedes dejar de odiar, incluso a quien te ha hecho daño, no significa que hayas perdido.
Significa que has ganado, que has recuperado poder, tu calma, tu dignidad.
Has dejado de ser víctima, para convertirte en dueño de ti mismo.