En 2012, el exparticipante de Protagonistas de Nuestra Tele alcanzó millones de televidentes como uno de los concursantes más polémicos del reality de actuación. Hoy sobrevive como vendedor ambulante en Cali.
Hace más de una década, cuando Protagonistas de Nuestra Tele era uno de los realities más vistos del país, un joven caleño de carácter explosivo, verbo encendido y mirada desafiante se convirtió, casi sin proponérselo, en uno de los concursantes más recordados de su edición: Óscar Naranjo.
Su paso por la televisión estuvo marcado por discusiones encendidas, escenas virales y un temperamento que dividía opiniones. Para muchos, era el “malo del paseo”; para otros, el alma del show. Lo cierto es que nadie quedó indiferente.
Era 2012. La televisión colombiana vivía un auge de realities que prometían cumplir sueños y convertir anónimos en celebridades de la noche a la mañana. Óscar lo logró: durante semanas, su nombre apareció en titulares, redes sociales y conversaciones de cafetería.
Su estilo directo, su forma de enfrentar a otros participantes y, sobre todo, su capacidad para encender la polémica, le aseguraron minutos de fama y un lugar asegurado en la memoria colectiva de quienes siguieron aquel programa.
Pero la fama televisiva tiene fecha de vencimiento. Y, a menudo, el precio es más alto de lo que cualquiera imagina frente a una pantalla. Terminado el reality, Óscar intentó abrirse camino como actor, aunque sin grandes oportunidades.
La industria, como él mismo ha dicho en más de una ocasión, lo “exprimió como una naranja” y luego lo desechó sin miramientos. La vida real volvió a imponerse. Sin contratos, sin portadas, sin dinero estable, la caída fue inevitable.
Durante un tiempo, la figura que un día encendió la televisión desapareció del radar público. Se sabe que tocó fondo en más de un sentido: económico, emocional y espiritual. Sin embargo, lejos de hundirse por completo, encontró un refugio inesperado.
En 2018, Óscar Naranjo tomó una decisión que cambió su rumbo: se acercó a la fe cristiana. Fue un proceso silencioso, casi imperceptible para muchos, pero determinante para él. Empezó a predicar, a compartir su historia como testimonio de que siempre hay una segunda oportunidad.
Ese giro no solo transformó su forma de ver la vida, sino que reconfiguró por completo su identidad pública. De aquel joven irreverente que protagonizaba discusiones y escenas que se convertían en memes, queda hoy un hombre que camina por las calles con un canasto de rosquitas y diabolines que ofrece a quien se cruce en su camino.
La escena, por sí sola, es un contraste tan poderoso que nadie puede ignorarlo: de la televisión nacional al comercio informal, del brillo de los reflectores a la luz de la fe.
Las imágenes de Óscar vendiendo en la calle empezaron a circular hace poco, primero en redes sociales y luego en algunos medios digitales. Muchos reaccionaron con sorpresa, otros con críticas.
Él, lejos de esconderse, decidió hablar: grabó videos, respondió preguntas y expuso su nueva realidad sin rodeos. “Estoy vendiendo en la calle, pero con la frente en alto”, dijo, con un aplomo que deja claro que, pese a las dificultades, no hay espacio para la vergüenza.
Quienes lo encuentran repartiendo sus productos suelen detenerse, algunos para comprarle, otros para pedirle fotos y unos más, simplemente, para confirmar que es él.
La escena se repite una y otra vez: un transeúnte lo reconoce, cruza una mirada entre incredulidad y nostalgia y escucha, de primera mano, la historia que Óscar no se cansa de contar: la del hombre que fue figura de la televisión, que tocó fondo y que hoy se abraza a la fe como ancla y brújula.
Uno de los episodios recientes que más revuelo causó fue su reencuentro con Mateo Ramírez, excompañero del reality y hoy creador de contenido digital. En aquel programa, Óscar protagonizó uno de los gestos más repudiados: durante una acalorada discusión, le lanzó un puñado de arroz en la cara a Mateo, un episodio que quedó grabado en la memoria colectiva como ejemplo de exceso y maltrato.
Años después, ambos se reencontraron. Esta vez, sin cámaras de reality ni libreto. Solo un celular grabando y dos hombres hablando de su pasado.
Visiblemente conmovido, Óscar se disculpó. “Lo que hice no estuvo bien, me pasé de la raya contigo”, le dijo a Mateo, quien aceptó las disculpas y celebró la reconciliación en medio de un ambiente cargado de mensajes cristianos y testimonios de perdón.
Para quienes siguieron el reality, la escena fue casi un acto de cierre: una herida que, después de tantos años, por fin cicatrizaba frente a miles de seguidores en redes.
Pero el cambio de Óscar va mucho más allá de ese gesto. En su mensaje de conversión ha expuesto que renunció a aspectos profundos de su identidad. Contó en un video que ya no siente atracción por personas de su mismo sexo y que ahora sueña con formar una familia con una mujer, bajo los principios de su fe. Para muchos, sus palabras generaron controversia. Para él, representan la prueba de que su transformación no es superficial, sino total.
Su día a día es simple y, al mismo tiempo, revelador. Se despierta temprano, se alista y sale a las calles con su canasto de productos: rosquitas, dulces, diabolines. Saluda, ofrece, conversa. Cada venta es, para él, un pequeño paso hacia su meta: abrir un local propio y fundar su pequeña empresa.
“No quiero quedarme solo con las calles”, afirma cada vez que alguien le pregunta si este será su destino final. Su anhelo es demostrar que se puede levantar desde lo más bajo cuando se tiene una meta clara y, en su caso, una fe firme.
En tiempos donde la fama se mide en seguidores y reproducciones, la historia de Óscar Naranjo resulta incómoda y, a la vez, inspiradora. Incómoda porque muestra el lado más crudo de la fama fugaz: la misma sociedad que un día lo aplaudió y convirtió en tendencia, hoy lo observa con una mezcla de lástima y curiosidad, como si fuera imposible concebir que la vida da vueltas tan abruptas.
Inspiradora porque, pese a la dureza del camino, él mismo decidió tomar control de su historia. No se escondió ni se resignó a la nostalgia de sus días de fama. Eligió trabajar, pedir disculpas, reconciliarse y predicar.
En cada calle, cada venta y cada testimonio, Óscar deja claro que su historia aún se sigue escribiendo. Quizás no aparezca de nuevo en prime time ni ocupe titulares de farándula, pero sigue siendo noticia por algo más poderoso: su capacidad de asumir sus errores, pedir perdón y mostrar que, al final, nadie está condenado a ser siempre lo que fue.
Hoy, su voz ya no retumba en un set de televisión, sino en esquinas, parques y barrios donde predica que la verdadera transformación no se mide por el número de seguidores, sino por la capacidad de reconocer las propias sombras y decidir enfrentarlas. Porque, como él mismo dice, fue “exprimido como una naranja” por la televisión, pero la semilla que quedó es la que hoy siembra, día a día, venta tras venta, palabra tras palabra.
Quizás algún día, como sueña, las rosquitas y diabolines se transformen en estanterías de un local propio, en una pequeña empresa que le devuelva parte de la estabilidad que la fama fugaz le arrebató. Por ahora, su mayor capital es su fe y la historia que, sin libretos ni cámaras, sigue dispuesto a contar.