La cosa comienza un día con un abuelo, y bueno, ya era hora, cuánto más iba a durar. Luego para. Quizá por años. Pero, de un momento a otro, como fichas de dominó, empiezas a ver caer tu vida figura a figura, y ya no hay manera de frenarlo. ¿Imagino sabrás, todos lo sabemos, cuál es la última pieza? Sí. Esa misma. Aunque no nos adelantemos. Después del abuelo llega la noticia de un tío, de un vecino, del cantante que hasta hace poco entrevistaban en la tele y aparecía sonriente en las redes, del futbolista que marcó tu infancia, del Papa, del presidente que hizo esto y dejó de hacer aquello, de la profesora Ramona, la «seño Mona», de la abuela que se había quedado sola tras cuarenta años de vivir acompañada y hasta del perro. De los muchos perros que te han movido la cola. Y apenas es el principio, todavía no sientes el rumor de la avalancha; es lógico, eres el último de la fila. La alerta llega con la partida de uno de tus padres, una ficha inesperada, de esas que son referencia: el doble seis o el blanco blanco; después, el que falta, o el que te quedaba, como lo quieras ver. Más tíos, tus primos, un hermano, otro, todo el árbol familiar desaparece. Por suerte ya has armado el tuyo y ese parece indestructible, como seguro creían lo mismo tus padres cuando eras un niño. Es la ley de la vida, te repites, los de adelante se van primero, por suerte tú sigues allá atrás, en el fondo, protegido por el tiempo y la distancia. En eso recibes la noticia: ¿cómo así?, ¿estás seguro?, ¿lo vi hace poco? No. En realidad hace muchos años no lo veías, no te sentabas a charlar con él o ella como antes, a perder el tiempo, habían dejado de llamarse, un mensajito de WhatsApp cada tanto y pare de contar. Pero. Pero. Pero. Estaba vivo, te cuestionas. En qué momento. No es posible. Claro que lo es. Estaba, pretérito imperfecto, pasado. Estaba vivo y ya no lo está. Era tu amigo de colegio. Se te viene la imagen no del hombre que era, sino del estudiante que fue. Compartirse pupitre, juegos, clases, historias, novias, todo. Alguien como tú, de la edad que ya tienes. Llegas a la funeraria sin salir del desconcierto y ves su nombre en la puerta de la sala de velación. Ahí está el ataúd. Te acercas. Sientes temor. Puede ser tu cara.