Juan Alejandro Tapia
Columnista / 23 de marzo de 2024

Aida Victoria

A Aida Victoria Merlano la traté una vez en la vida y -a mí, que no formo parte de su círculo de amigos ni de seguidores- me gusta conservar ese recuerdo porque fui testigo de su nacimiento como personaje público y, también, de la que considero su mejor versión frente a una cámara y un micrófono. Fue con ocasión de su primera gran entrevista para la prensa, la que marcó su explosión mediática, el 16 de octubre de 2019 en Mañanas Blu, ante periodistas curtidos e implacables como Néstor Morales, Felipe Zuleta y Ricardo Ospina. Su madre, Aida Merlano Rebolledo, se había escapado dos semanas atrás, y ella, la hija mayor, acababa de ser liberada por la Fiscalía luego de haber sido capturada en Barranquilla y trasladada a Bogotá para responder por favorecimiento en fuga de presos.

Con 19 años y unos semestres de derecho encima, carrera que había abandonado para aventurarse en un emprendimiento, la hija de la excongresista conservadora condenada por compra de votos respondió los cuestionamientos con alarde de seguridad y sin echarse al hombro la mochila de las culpas de su madre. La rapidez con la que su cerebro procesaba argumentos y los transformaba en palabras, vocalizadas de manera impecable a pesar del inconfundible golpeao de su acento, desconcertó a la mesa de trabajo y en una hora la catapultó a la fama. Para bien o para mal, el público la hizo suya de inmediato.

Para mal, creo yo ahora, que la vi llegar esa madrugada con la cara lavada, un saco para soportar el frío glacial de las cabinas de radio y un bluyín prelavado. Cero producida, al natural, todavía lejos de la femme fatale que un mes después se desnudaría para la revista Soho. Aunque en febrero de ese año se había cambiado el nombre para solidarizarse con su madre presa, con quien no llevaba hasta entonces una buena relación, esa entrevista marcó también la muerte de Karolyne Manzaneda Merlano y el surgimiento a la vida nacional de Aida Victoria, a secas.

Como director de la emisora en Barranquilla -lo fui hasta finales de 2021- me atreví, antes de entrar al aire, a hacerle algunas preguntas relacionadas con su estado emocional y me dio la impresión de que la situación no la superaba, de que, a pesar de su edad, estaba lista para enfrentar un cambio de vida. Comía butifarras, queso, bollo -a esa hora el apetito en la cabina tiende a ser voraz- y no dejaba de sonreírle a todo el que le hablaba. Poco después, tras un rifirrafe con Ricardo Ospina durante la entrevista, soltó esta frase: «Yo no me estoy burlando de la justicia. Hablo por la pelada de 20 años que, al día de hoy, lo único que espera es aprender a reírse de sus tragedias para no sufrir».

Esta semana, el Tribunal Superior de Bogotá condenó a 13 años y ocho meses de cárcel a Aida Victoria Merlano por colaborar en la fuga de su madre e instrumentalizar a su hermano -entonces menor de edad- de 17 años para participar en ese delito. La influencer, con más de 5 millones de seguidores en Instagram, podrá defenderse en libertad hasta que la sentencia quede en firme, para lo cual resta agotar la última instancia ante la Corte Suprema de Justicia. Después esperará el pronunciamiento de otro juez en un proceso por enriquecimiento ilícito y lavado de activos, que serían producto de la corrupción y el clientelismo de su madre en el Caribe. De ser hallada culplabe le caerían de seis a diez años de pena.

En un universo paralelo, Aida Victoria habría sido una abogada difícil de derrotar. La curul de su madre en el Congreso habría esperado por ella, heredada por tiempo cumplido o cansancio del progenitor, como con innumerables delfines de la clase política. Pero a partir de esa portada de Soho encontró otra manera de ganarse la vida, con picardía, irreverencia y la exhibición de su cuerpo, y no necesitó interpretar el papel de chica desvalida que agrada tanto a la sociedad patriarcal.

Su exposición en las redes sociales no solo levantó ampolla, sino que le pasó factura. La justicia terminó por cobrarle los delitos de la madre y de los poderosos a los que no ha podido meter a la cárcel. Ella coordinó el transporte de la soga para que la excongresista cayera de nalgas contra el pavimento tras evadirse de sus guardias por la ventana de un consultorio odontológico, sin embargo, no planeó la fuga; esos están libres. Quizá más grave que ayudar a escapar a una condenada, por lo que indiscutiblemente debía recibir un castigo, fue la ostentación de su impunidad frente a un país hastiado de la corrupción y de sus protagonistas emblemáticos. Pero es imposible pedirle a un pavo real que no muestre sus plumas.

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