Juan Alejandro Tapia
Columnista / 26 de abril de 2025

Dos mil años no son nada

Cada vez que un papa muere, la Iglesia vive. Les recuerda a los 1.400 millones de bautizados por todo el mundo que la anciana de la casa sigue ahí, en el lugar de siempre, desde hace dos mil años. El fallecimiento de Francisco no ha hecho sino confirmar el interés que todavía despierta, no solo para católicos y cristianos, también entre confesos de otras religiones y hasta en agnósticos y ateos, lo que ocurre tras los muros del Vaticano a partir del momento en que el sucesor de Pedro es declarado muerto y se pone en marcha el protocolo para elegir al hombre que llevará el Anillo del Pescador.

Si la Iglesia ha logrado sobrevivir a los vientos de cambio de cada época no ha sido por saber adaptarse, sino por mantener sus posturas y rituales centenarios con apenas algunas variaciones. Ni Francisco, con sus zapatos ortopédicos de suelas gastadas, cubiertos por varias capas de betún, pudo escapar de la pompa de un funeral de emperador romano. Quizá el más grande de los tiempos modernos, con la presencia de medio centenar de jefes de Estado y un millón de personas a la espera de ver por un segundo el ataúd para llevarse un recuerdo en el celular. Y eso que era tanto su temor por no dejar esa última imagen que hasta modificó el ‘Ordo Exsequiarum Romani Pontificis’ para simplificar su entierro.

Aunque suele no haber muerto malo, mucho menos si el cuerpo que va dentro del féretro es el de un papa, el carisma y la sencillez del argentino Jorge Mario Bergoglio durante sus doce años de pontificado generó una avalancha de sinceras manifestaciones de tristeza por su fallecimiento, incluso desde otras religiones. Sin embargo, el motivo del viaje de varios de los más relevantes líderes mundiales al funeral del sumo pontífice, encabezados por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, va más allá de despedir a un hombre que luchó en forma incansable por los más necesitados. La presencia de Trump, como la de Macron, Zelensky, Milei y tantos otros, buscaba validar su lugar en la historia ante la encargada de escribir algunos de los capítulos más trascendentales: la Iglesia.

Por mucha importancia que parezcan tener reyes, presidentes, magnates y celebridades reconocidas mundialmente del campo del deporte o la farándula, no son más que actores de reparto con un papel efímero en el gran escenario de la Historia -con mayúscula-, que tiene como telón de fondo a la Iglesia. Estar ahí les da su lugar definitivo en ese libro milenario de fechas y hechos en el que sería imposible encontrarlos sin un índice. Para ellos será el de haber vivido en tiempos de Francisco.

Sepultado el cuerpo del papa en la basílica de Santa María la Mayor -fuera del Vaticano por pedido expreso del propio Bergoglio-, llega el verdadero espectáculo de masas: el cónclave. El dolor dará paso a la expectativa por la secreta y misteriosa votación dentro de las paredes de la Capilla Sixtina, hasta que la esperada ‘fumata blanca’ haga explotar de entusiasmo a una plaza de San Pedro abarrotada por cientos de miles de católicos atentos a la noticia del ‘habemus papam’.

El periodismo, la literatura y en las últimas décadas el cine han abierto una rendija para husmear lo que ocurre en esa capilla adornada con los frescos de Miguel Ángel, mientras decenas de cardenales llegados de todos los rincones del planeta eligen al nuevo papa. Hombres mayores, de andar cansino y aspecto bonachón, a los que los mueven las intrigas y componendas políticas, pero que, según ellos, siempre terminan haciendo lo correcto por obra y gracia del Espíritu Santo. Es el discurso de la Iglesia, y en las próximas semanas volverá a demostrar su vigencia.

+ Noticias


Andrés Reales, médico barranquillero que divide su corazón entre Barcelona y su tierra natal
Erquinio Taborda, el profe que cultiva semilleros de investigadores
“A la cuarentena le he sacado el gustico”
El venezolano que se enamoró de Barranquilla