Siempre me ha costado entender cómo un pueblo como el egipcio, que le aportó tanto a la humanidad, se pudo quedar rezagado hasta nuestros días. Egipto es un país que no deja de maravillarme y en las riberas del Nilo, un río azul de aguas cristalinas, menos ancho y caudaloso de lo que uno puede imaginar, se concentra el mayor legado faraónico que, como dijo Heródoto, “en ninguna otra parte hay tantas cosas de inexplicable grandeza”.
En el reino de los faraones, el Nilo se lleva todas las palmas. Desde Abu Simbel hasta Luxor, el río es protagonista y eso explica su importancia en la historia como método de transporte de las gigantescas piedras de granito y monolitos sacados de las canteras de Asúan y transportados vía fluvial para construir los templos y ciudadelas en ambas orillas.
Es por ello que una visita a Egipto jamás será completa sin tomar el tour por el Nilo e incluir una escala adicional del crucero en Abu Simbel. ¿Por qué Abu Simbel? Resulta que en el lago Nasser fue construido el templo de Ramsés II, que tiene como particularidad que dos veces al año, el 22 de febrero y el 22 de octubre, le entra un rayo de luz que ilumina la estatua de Ramsés II, sentado al lado de tres deidades. El resto del año la estatua permanece en la penumbra.
Hasta aquí, uno dice: bueno, ¿y qué? Hace 50 años, en una operación dirigida por la Unesco, ese monumental templo fue trasladado de lugar para construir la represa de Asúan, y luego de un cuidadoso estudio fue ubicado estratégicamente en su nuevo sitio, sin perder la condición de que el rayo de luz lo bañe en las fechas predestinadas. Es una experiencia para vivir.
Después de contemplar esta maravillosa obra de ingeniería, estamos listos para empezar la travesía de cuatro días en el Nilo, entre Asúan y Luxor, admirando en cada tramo el verde de las palmeras cargadas de dátiles y el tono cobrizo del Sahara que contrasta con el rojo-anaranjado del firmamento en cada puesta del sol.
Un paseo en felucas -botes de vela- para visitar el mausoleo de Agha Khan, líder del islam fallecido en 1957, y un vistazo al espectáculo de luz y sonido en el templo de la Diosa Isis, en la isla de Philae, son el abrebocas perfecto para entrar de lleno en el lujurioso mundo de excesos de los faraones.
Al otro día, el turno es para Kom-ombo y Edfú. En Kom-ombo se encuentra el templo de Potlemic, dedicado a Sobek, dios de la Fertilidad, con cabeza de cocodrilo, y Haroeris, el dios Halcón del alto Egipto, mientras que en Edfú, luego de un corto recorrido en caballos que tiran desvencijados coches, se llega al Templo de Horus, el dios Halcón, hijo de Isis. Este templo construido en granito y arenisca de la época tolemaica, no solo es de lo mejor conservados, sino que tiene un magnífico patio interior y los jeroglíficos que cubren sus muros contienen fórmulas de perfumes y cosméticos utilizados para ceremonias y rituales.
La navegación en el río es agradable y en la medida que nos acercamos a Luxor, la joya del imperio faraónico, crece la expectativa ante la magnificencia que ofrecen los templos de Karnak y Luxor.
El primero, consagrado a Amón, dios del Sol, máxima deidad egipcia, fue construido hace 4.000 años a orillas del Lago Sagrado y está protegido por una muralla de 39 metros de altura y la renombrada ‘selva’ de 134 columnas o sala Hipóstila, considerada una de las expresiones arquitectónicas más imponente construida por la mano del hombre en todos los tiempos. Allí se conserva uno de los dos obeliscos más famosos del mundo. El otro está en la plaza de la Concorde, en París.
Así mismo, el templo de Luxor no escapó al resplandor de Amón, el dios Sol, y su valor está capitalizado en las monumentales estatuas de Ramsés II, y en sus vías de acceso otrora pavimentadas en plata, y todo lo que implica este hermoso complejo con los santuarios y aposentos para depositar tesoros.
Como si fuera poco, en Dendera, Cleopatra puso su granito de arena en la decoración del Templo de Hatour, Diosa del Amor, y en el techo de la capilla se encuentran valiosos grabados del zodíaco, mientras que en Abidos, se rinde culto a Osiris, diosa de los Placeres Terrenales.
A estas alturas es necesario hacer una pausa, para interiorizar ese glorioso pasado con la pobreza que recrean los pueblos apostados en las riberas del Nilo, antes de proseguir a la gran necrópolis de Tebas, que alberga en el Valle de los Reyes, de las Reinas y de los Nobles, las tumbas de los faraones.
El escarabajo para los faraones era símbolo de vida eterna y resurrección. Una vez fallecidos se les ponía uno sobre el corazón momificado. En el Valle de los Reyes hay más de 60 tumbas. Al público solo están abiertas las de los faraones y por temporadas cierran unas y abren otras para que el sudor, el perfume y el aliento de los turistas no las deterioren.
Para admirar, la de Tutankamon, cuyo fabuloso tesoro fue descubierto en 1922, y la tumba de Seti I, padre de Ramsés el Grande, con una extraordinaria galería de 91 metros de largo decorada con los planetas y sus constelaciones.
En el Valle de las Reinas, un sobrecogedor fondo de columnas de rocas desnuda guarda celosamente el Templo de la reina Hatshepsut, única faraona. De impecable corte, el templo construido en granito rosado se distingue por su estructura levantada en tres niveles, una pieza arquitectónica de singular belleza. De este maravilloso recorrido impregnado de historia nos despiden los colosos de Memón, que guardan celosamente la entrada y salida de ese inexpugnable valle, que nos invita a llevar por siempre el glorioso pasado de una civilización que nos dejo un invaluable legado que no deja de sorprender a la humanidad.