Juan Alejandro Tapia
Columnista / 3 de febrero de 2024

El secuestro de la marimonda 

La primera vez que vi a Mondy fue sobre el escritorio de su dueña, en la sala de redacción donde ambos trabajábamos, en un importante medio de comunicación de Barranquilla. Una marimonda de trapo, de unos 20 centímetros de altura, que guindaba de uno de los bafles del computador de mi colega y alegraba con su nariz de falo y orejas de elefante el no muy plácido ambiente laboral. De todos los disfraces de Carnaval, no hay uno que identifique más al barranquillero y que, a la vez, produzca tanto desconcierto en los foráneos.

La segunda vez que supe de Mondy fue por cuenta de una banda de mamadores de gallo conocida como Los Perrateadores, integrada por compañeros que -como yo- pasaban la mayor parte de sus días en ese lugar, quienes se atribuían su secuestro a través de un comunicado dirigido al resto de los empleados. La noticia causó revuelo en una redacción acostumbrada a vivir dramas de mucho calibre y sumió en una depresión sobreactuada, cual viuda de Joselito, a la propietaria del pintoresco personaje mezcla de primate y paquidermo.

Mondy había desaparecido durante el receso para el almuerzo, horario en que la redacción quedaba vacía, y la única pista de su paradero eran las fotografías enviadas al celular de su dueña como prueba de supervivencia. En las imágenes editadas podía vérsele un tanto maltrecho, aunque en buen estado.

La banda exigía un rescate cuantioso por la liberación, mientras el tiempo corría en contra de los investigadores -periodistas del área judicial- que intentaban dar con el paradero del mono. De no pagar, amenazaban Los Perrateadores, Mondy solo sería soltado después de Carnaval, lo que para una marimonda es casi como una condena a muerte: regresar durante un año al cajón de donde ha salido sin bailar ni arrastrarse por el suelo desde la Guacherna hasta el Miércoles de Ceniza.

El pago consistía en una botella de ‘perro con perro’ y el compromiso de invitarle una totuma de sopa de mondongo o guandú a cada uno de los implicados en la desaparición. Los investigadores exigieron, entonces, una segunda prueba de supervivencia con la intención de que los mamadores de gallo cometieran un error y los condujeran al sitio donde lo mantenían cautivo. Mientras ellos intentaban llegar a un acuerdo con los delegados de la banda, un comando de reporteras empoderadas y bendecidas, armadas con teléfonos y lapiceros, ingresó sin ser detectado al baño de hombres y rescató sano y salvo al muñeco de tela.

El secuestro, quizá el flagelo que más dolor ha causado a los colombianos, no debería ser motivo de parodias, pero el Carnaval consiste en eso: en la toma de conciencia de la realidad con la exageración burlesca de los problemas o fenómenos que golpean a las sociedades. Descomprimirlos para que no exploten como una olla a presión en la cabeza de los ciudadanos.

En una columna titulada ‘El poder de la burla’, publicada en El Heraldo como antesala al Carnaval de las Artes de 2016, el periodista, escritor y cineasta Heriberto Fiorillo sentó su posición: «El espíritu provocador del Carnaval, bien lo sabemos, se nutre apasionadamente de la burla y esta guarda, como pocas expresiones, el poderoso sabor del desencanto. No es para juegos florales, por ejemplo, la caricatura, ni para lambonerías u homenajes la letanía. Ello desvirtuaría su esencia y su género».

Este año, por la Vía 40, la 44, la 17, el Suroccidente, desfilarán las miserias de una sociedad que no encuentra una mejor manera de expresar su malestar que la representación cómica de las personas y hechos que le hacen daño: la atracadera, la extorsión, los cobradiarios, los muchachos disfrazados con pasamontañas y escopetas de palo, los políticos de izquierda y derecha, la pérdida de la Fórmula 1 y de los Panamericanos, los servicios públicos por las nubes, hasta la frustración por la no llegada de Teófilo Gutiérrez a Junior. Son síntomas que ayudan a detectar la enfermedad y por lo menos sirven de pañito de agua tibia.

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