Soy un mentiroso profesional, que no es lo mismo que un profesional mentiroso, y estoy orgulloso de serlo. Bastante trabajo me ha costado como para no sacar pecho. No me he levantado de la cama cuando suelto la primera del día, mecanizada desde niño: “Cinco minuticos más», digo a mis cuarenta y tantos para espantar los fantasmas de la mañana, cuando la verdad es que pasará media hora antes de abrir los ojos.
La mentira es la más grande invención humana, el fruto prohibido de su intelecto, y el aceite que echó a andar la máquina de la civilización hace 8.000 o 10.000 años. Su origen responde a la compasión, no al engaño. Es un bálsamo para las heridas, aunque su uso indiscriminado la convierta en sal. La manzana del Edén que Eva y Adán no han aprendido a tragar.
Consecuente con la idea de que el hombre, en su esencia, es bueno, me gusta creer que la primera mentira tuvo un fin altruista, que no buscaba dañar ni aprovecharse de alguien. Quizá un gesto de consideración a un compañero de tribu atacado por un animal salvaje. Con el tiempo, ese extraño comportamiento encaminado a proteger a los demás adquiriría popularidad y sería usado como arma. Un arma invisible empleada por los más débiles para manipular a sus congéneres sin matarse a golpes.
La mentira no es una habilidad, es un don. El buen mentiroso no mejora con la práctica como un alfarero o un orfebre, sino que perfecciona su talento sin utilizarlo. Su patrimonio es la credibilidad, por lo que entre exagerar, minimizar, tergiversar, inventar o decir la verdad, por lo general escogerá la última opción. Mentir por inflar su ego o halagar a los que lo rodean no está hecho para él. Mentir es una cirugía indispensable para salvar una vida o un mazazo mortal al enemigo. Un poder que le ha sido concedido y merece respeto.
Esta semana fue noticia la ilustradora barranquillera que mintió sobre su trabajo en Studio Ghibli para la película El niño y la garza. La profesional, de 30 años, llegó a afirmar que había ilustrado más de 25.000 fotogramas para el maestro japonés Hayao Miyazaki, por lo que sentía que el Globo de Oro obtenido por la cinta era también un reconocimiento a su talento.
Desenmascarada apenas su mentira levantó vuelo en las redes sociales -a los medios de comunicación los burló sin inconveniente-, la ilustradora no tuvo otro remedio que retractarse de una historia que retrata a la perfección las diferencias entre un mentiroso profesional y un profesional mentiroso.
Capas y capas de información fácilmente contrastable -la cantidad de fotogramas que dijo haber dibujado con su mano cansada da para acreditarse un cuarto de la película-; exceso de detalles innecesarios -dijo que estuvo tres veces con Miyazaki, quien la llamaba «La colombiana»-; falta de evidencia que distraiga a los escépticos -ni siquiera aparece en los créditos-, y lo que a menudo siembra la semilla de la duda para que alguno comience a averiguar: sin más motivación que la exaltación personal.