Juan Alejandro Tapia
Columnista / 14 de septiembre de 2024

Gisèle P.

Que la realidad supera la ficción es una frase de cajón repetida por autómatas que mantienen su imaginación atada a los noticieros, cuando la verdad comprobable es que escritores, cineastas y -de unas décadas para acá- niños genios de Silicon Valley han embarcado a la humanidad en la nave de sus sueños, delirios, obsesiones y locuras muchísimo antes -siglos incluso- de llegar el tiempo de concretarlos.

Julio Verne vislumbró los viajes espaciales en sus novelas ‘De la Tierra a la Luna’ y ‘Alrededor de la Luna’, publicadas en 1865 y 1870. Pero ya Luciano de Samosata, escritor del siglo II d. C., había imaginado a los humanos en el satélite impulsados por vientos huracanados. Steve Jobs soñó un mundo conectado a la pantalla de un teléfono móvil y Sam Altman sacó de la botella el genio impredecible de la inteligencia artificial sobre el que ya nos había prevenido James Cameron en su epopeya futurista Terminator.

Pero en muy contadas ocasiones los periodistas hacen estallar en pedazos la creatividad de artistas y visionarios con sucesos que superan con creces los límites de la imaginación. Hace menos de dos semanas comenzó en Aviñón, Francia, uno de los juicios por abuso sexual más consternadores de la historia. La víctima, Gisèle Pelicot, jubilada de 72 años, fue drogada por su marido durante más de una década para permitir que decenas de hombres -51- la violasen en su cama matrimonial -hasta 92 veces entre 2011 y 2020, según los registros hallados en un computador- mientras él los fotografiaba y grababa.

Cada nuevo detalle revelado por la prensa mundial es más escabroso que el anterior. La mujer levantó el veto que protege su identidad y por eso el juicio es público. Su intención, al permitir que los periodistas tengan acceso al tribunal, es que la vergüenza cambie de bando. Mientras ella acude con la cara descubierta, protegida solo por unas gafas de sol que guarda en su cartera al entrar, los violadores no soportan el peso de la culpa y utilizan tapabocas o cubren sus rostros con chaquetas. Son trabajadores corrientes de la región, bomberos, soldados, camioneros, un experto en informática, en fin. En la lista de acusados hay franceses y residentes en ese país nacidos en Nueva Caledonia, Marruecos, Túnez, Argelia, Vietnam y Turquía. Sus edades van desde los 26 hasta los 74 años, algunos tienen relaciones estables y eran considerados esposos y padres ejemplares.

Como lo era Dominique Pelicot, 71 años, con quien Gisèle compartió cinco décadas, tuvo tres hijos -una de ellos mujer- y describió, en el primer día del juicio, como «un tipo genial». Ella creía padecer un principio de alzhéimer o un tumor cerebral, pero era la resaca y pérdida de memoria que le dejaba el cóctel de químicos que le suministraba Dominique cuando decidía entregar su cuerpo en bandeja de plata, como un trozo de carne, a los hombres que contactaba en un portal de servicios sexuales con la única condición de no usar perfume ni oler a tabaco para no despertarla.

Algunos han declarado en el estrado que pensaban que era una relación consentida, el juego de una pareja libertina entrada en años para avivar su relación; otros, reconocieron haberse percatado de que Gisèle se encontraba en estado de indefensión, pero no por eso contuvieron su impulso animal. Hubo uno, sinembargo, que se negó a hacerlo: Jean-Pierre Maréchal, camionero de una cooperativa agrícola, quien se convirtió en discípulo aventajado de Pelicot. No violó a Gisèle, pero aplicó el mismo método con su esposa, a la que profesor y alumno abusaron y fotografiaron.

La agresión habría continuado por tiempo indefinido hasta que -quizá- la señora Pelicot hubiese muerto de una de las infecciones que contrajo por el no uso de preservativo de muchos de sus violadores, pero Dominique cometió un error que puso al descubierto el tamaño de su monstruosidad. Un vigilante de un almacén lo detuvo mientas grababa bajo las faldas de las clientas con un teléfono celular oculto en una bolsa. Esta conducta, que en muchos países no iría más allá de una contravención a un viejo verde, hizo que la Policía allanara su casa y descubriera el museo de la infamia que guardaba en su computador: miles de fotos y videos de los abusos a su esposa con clasificaciones precisas de las fechas y de los invitados a compartir su desviación sexual.

Aunque no tardó en aceptar su responsabilidad, Dominique Pelicot no ha subido al estrado por hallarse internado en un hospital a causa de un problema renal. La que sí lo hizo fue su hija, Caroline Darian, 46 años, quien se preguntó en voz alta «¿cómo te recuperas luego de descubrir que tu padre es uno de los mayores depredadores sexuales de los últimos años?”. De ella también había una carpeta en el computador: «Cerca de mi hija, desnuda». Y apenas van dos semanas de juicio. Una historia real que va más allá de la imaginación.

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