Donald Trump no es la bestia que más de medio mundo cree. Al contrario, es el carcelero de esa bestia, el que tiene las llaves de la jaula y las hace sonar para que todos las escuchen. ¡Cuidado!, ¡atrás!, ¡apártense de mi lado!, parece decir el republicano mientras camina con su aire de gánster. Pero, también, agradezcan que estoy aquí y que soy el único que puede controlarla. Sin mí, la bestia se los comería.
El presidente electo de Estados Unidos es el residuo más elaborado de una nación enferma que ha entrado en su fase terminal de autodestrucción. Un descendiente de inmigrantes que odia a los inmingrantes que no tienen su color de piel -mucha repulsión no parece causarle Elon Musk, de padre sudafricano y madre canadiense-; un Richie Ricón de casi dos metros de altura que aprendió desde niño, de la mano del viejo Fred Trump, un constructor de edificios lúgubres para las clases bajas de Nueva York, el arte de arrojar limosna a los pobres y desvalidos para ganarse su admiración.
Cuentan los biógrafos del magnate que su padre acostumbraba llevarlo a esos cajones sin diseño y sentarlo a su lado en alguna cafetería para recibir juntos el respeto de los inquilinos. Allí el pequeño Donald aprendió dos grandes lecciones para su vida: la primera, que esos asalariados sin futuro -la clase obrera que hizo de Estados Unidos la nación más poderosa del mundo- suelen ser muy agradecidos cuando un millonario les da una palmadita en la espalda y los llama por su nombre. El viejo Fred los conocía a todos: el policía, el cartero, la dominicana ilegal, el mesero, por lo que a su hijo no le quedó más remedio que aprenderse sus nombres. Y la segunda, que no debía seguirle los pasos a su padre o se le iba a pegar el olor de esa gente.
Por eso su primera decisión empresarial fue construir en el ala rica de la ciudad: Manhattan. Edificios ostentosos, estrafalarios, con un mal gusto exquisito, que definieron la estética de los 80s. Que es la década en la que sigue viviendo Trump. En esos años puso a la capital del mundo a sus pies a punta de chantajes y amenazas al ayuntamiento. No le quedó difícil: era la época en que Ronald Reagan imponía su visión del estilo de vida americano con su placa de sheriff enganchada a la camisa vaquera, pistolas amarradas al cinto, sombrero blanco de medio lado y botas con espuelas. El cowboy devenido en actor y después en presidente, que restituyó la dignidad perdida durante los duros 70s.
Esa es la ‘Nación Trump’: los estadounidenses de las clases campesinas y obreras que en los años 80 vivieron el esplendor de su país sentados frente al televisor. Consumidores seriales de todo: hamburguesas, perros calientes, cerveza, armas, automóviles de segunda, bandas de rock, bebidas azucaradas y shows de televisión. Esa es la bestia que no acepta que el mundo ha cambiado y que ve en Trump al Reagan del siglo XXI. Así para el cuadragésimo séptimo presidente de Estados Unidos solo se trate de gente que huele feo.