Juan Alejandro Tapia
Columnista / 1 de junio de 2024

La muerte en la esquina

La desgracia ajena parece no tocarnos, ser cosa de gente sin suerte, hasta que ocurre un hecho que nos pone a pensar: pudo pasarme a mí. Ese que yace en la acera, con un tiro en la frente por no entregar el celular, pude ser yo; ese que queda aprisionado entre los fierros metálicos de un carro, tras volarse un semáforo, pude ser yo también. A todos nos ha conmovido la muerte de miles de niños palestinos a causa de los bombardeos israelíes, pero es difícil comprender el terror de las familias en Gaza cuando nunca has experimentado el riesgo de que un misil o un dron con explosivos vuelva añicos a tus seres amados.

Cuatro personas murieron en la madrugada del viernes 31 de mayo al desplomarse un tramo del puente de la calle 30, que une a Soledad y Barranquilla, ruta obligada para ir y venir del aeropuerto Ernesto Cortissoz. He conducido a las mismas horas por esa vía de iluminación deficiente y con la capa de rodamiento deteriorada; hay que agarrar con fuerza el timón y llevar los ojos bien abiertos para evitar un accidente. No fue un infortunio el colapso de la estructura justo cuando pasaban por ahí dos carros y una motocicleta, sino todo lo contrario: es un milagro que no hubiese ocurrido antes.

A suficiente distancia para sentirnos seguros -pese a vivir en uno de los países más inseguros-, Gaza, Ucrania o las poblaciones del Cauca atacadas por las disidencias de las Farc son territorios del reino de las noticias. Espacios geográficos fuera de la realidad de la mayoría, que producen en la psiquis individual y colectiva el mismo impacto transitorio de una película de guerra. Su drama nos duele, pero no nos asusta; nos sensibiliza, pero no nos pertenece. A ningún ciudadano promedio de la Colombia urbana podría caerle, de sopetón, un cohete en la cabeza. No así un cable de conducción eléctrica, un poste o que, repentinamente, aparezca un cráter en un puente.

Israel Rodríguez Pereira, Juan Bautista Caraballo Rivera, Joel Alfonso Meriño Torregrosa y Omar Martínez Solís iban apretujados en un Chevrolet Sprint conducido por el primero de ellos cuando su vehículo cayó al abismo. Era una especie de colectivo en el que viajaban con dirección al centro de Barranquilla en compañía de una mujer que sobrevivió a la caída.

La muerte de los demás, en circunstancias de cotidianidad pasmosa como la de los cuatro ocupantes del Sprint, produce el efecto inverso: nos reafirma que estamos vivos. Seguimos aquí, no hemos corrido, al menos por ahora, ese destino. Pude ser yo o cualquiera de ustedes, pero les tocó a ellos.

Ahora vendrán las recriminaciones de siempre. Songo le dio a Borondongo y Borondongo le dio a Bernabé. La Alcaldía de Soledad dijo ya que no era su responsabilidad, sino de la Agencia Nacional de Infraestructura. El Ministerio de Transporte replicó que no fue por falta de mantenimiento y atribuyó el colapso a un proceso de «saturación (de agua) del terraplén». La empresa Triple A salió al quite con un comunicado en el que afirmó que, antes del accidente, «no se había registrado ninguna fuga en el sistema de alcantarillado en la zona afectada». A ese paso la culpa no tardará en ser del tubo o de los muertos. Bernabé le pegó a Muchilanga, le echó a Burundanga…

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