Como colombiano nacido en la década del 70, México es mi segunda patria cultural. A los 3 años de edad ya reía con las ocurrencias del Chavo; a los 9 me dejé conmover por las lágrimas de Verónica Castro en Los ricos también lloran; a los 11 enloquecí con Maradona en el estadio Azteca, a los 20 me hipnotizó la mirada del subcomandante Marcos detrás de su pasamontañas; a los 30, mientras las generaciones posteriores a la mía deliraban con el fenómeno RBD, las historias de los narcos atrajeron mi atención como un imán; y, hace pocos días, bien entrado en los 40, un bebé de ojos verdes y cabello indomable llegó al mundo del vientre de mi sobrina con esa nacionalidad. Aunque nunca he puesto un pie en la tierra de Moctezuma, recito de memoria el comienzo de Pedro Páramo y me erizo como Amparo Grisales, que amó con locura a un mexicano, el actor Jorge Rivero, con la prosa de Juan Rulfo cada vez que vuelvo a El llano en llamas.
Pero, de unos años acá, las referencias culturales con las que crecimos millones de latinoamericanos, de Tijuana a Bogotá y de Quito a Buenos Aires, han sido absorbidas por una estética surgida de distintas violencias que amenaza con borrar cualquier vestigio de ese México lindo y querido que vendió su esencia al continente con las películas de los años 40 y 50, las rancheras, los boleros, las telenovelas y la Virgen de Guadalupe. Me refiero a la estética de los estados norteños, fronterizos, que sirven de escenario a dos de los mayores dramas humanitarios del mundo: la migración, con los muertos que se cuentan por montones a lo largo y ancho del río Bravo y el desierto de Sonora, y el narcotráfico, con sus decapitados, colgados, descuartizados, incinerados y tiroteados de las guerras intestinas entre carteles.
Dramas a los que la industria del entretenimiento ha sabido sacarles punta, encontrarles la otra cara, porque toda historia tiene dos y tres maneras de ser contada, y exportarlos como un estilo de vida digno de imitar. Los narcocorridos que exaltaban a los primeros barones de la droga fueron desplazados por la llamada música ‘regional mexicana’, que cuenta con la fuerza necesaria para destronar al reguetón y que ya hasta Shakira se animó a grabar. Fue así que las matanzas narradas por Chalino Sánchez, el rey de los corridos, en los años 80 y 90, cedieron su lugar a temáticas menos complejas como la empalagosa Ella baila sola (Compa, ¿qué le parece esa morra?), y las travesías de millares de migrantes en ‘La Bestia’, el tren de la muerte, a problemáticas sociales como la que expone la artista barranquillera en El Jefe, que forman parte de la cotidianidad de quienes sobreviven en Estados Unidos tras cruzar la frontera.
Lo norteño está de moda, y no es espontánea ni pasajera, sino producto de una industria que halló una mina de oro en el anverso y el reverso del narcotráfico y la migración, flagelos que reivindican su existencia a través de la música y las series de streaming. Sucede algo parecido en Colombia con la estética paisa difundida por las narconovelas y el reguetón de las comunas de Medellín, que ha terminado por reducir a la capital antioqueña todo el espectro cultural de un país. Chimba, gonorrea y mor son ahora vocablos colombianos tipo exportación, como vato y morra, propios del norte, identifican a los mexicanos en el exterior.
Después de Estados Unidos, ningún país tiene su destino tan atado a México como Colombia. Los une el cordón umbilical de la cocaína, el business que aprendieron de las mafias de Escobar y los Rodríguez Orejuela, y que a la vuelta de cuatro décadas los ha llevado a controlar grandes extensiones de territorio en el sur y el oriente de la nación sudamericana. ¿Cómo? Con dinero, armas y la imposición cultural del prototipo del narco mexicano, que mientras exhibe sus botas bien lustradas, correa de cuero con incrustaciones doradas, sombrero texano y camisa y pantalón ajustados, eleva a la enésima potencia la corrupción y el derramamiento de sangre.
La barbarie desatada, suelta de madre, transnacional, como la que hace un mes volvió a espantar y remover fibras, cuando ya nada parecía lograrlo, con el asesinato del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio por sicarios colombianos al servicio de carteles mexicanos, o con la muerte de los cinco amigos de Lagos de Moreno: Dante, Diego, Jaime, Roberto y Uriel, de 19 a 22 años, obligados a torturarse entre ellos para dejar testimonio en Youtube de quién impone la ley en Jalisco. Cabrones.