Como todo buen matrimonio, el mío con el vallenato ha dejado atrás las explosiones sentimentaloides de los primeros años, ese cosquilleo en la barriga por la salida al mercado de cada producción de Diomedes Díaz los 26 de mayo o de los elepés de Fiesta Vallenata que prendían las parrandas en las casas de mis amigos guajiros desde diciembre hasta carnavales. Creo no exagerar cuando digo que Iván Villazón es el último intérprete al que identifico por su obra musical y no por sus apariciones en redes sociales, y para mí no ha perdido el rótulo de «joven voz tenor» a pesar de llevar más de media vida en el canto. Así de desactualizado estoy.
Pero ese es el secreto de una relación sólida, de un buen matrimonio como el que mantengo con el vallenato. El reconocimiento de lo que me gusta, de lo que después de tantos años levanta mis emociones dormidas con apenas un acorde o dos aunque ya no esté de moda para los demás. Es que ni un artista consolidado como Silvestre Dangond, el único al que reconozco méritos para sentarse a la mesa de los maestros del género, mezcla perfecta de costumbrismo y modernidad, ha podido conseguir que una de sus canciones entre en mi playlist.
Me enamoré de la segunda ola generacional del vallenato, la heredera de los juglares del Magdalena Grande y que reinó desde comienzos de los años setenta hasta los albores del nuevo milenio. Me hinco ante Diomedes como rey de esa trinidad que conforma con Jorge Oñate y Los Zuleta, pero el registro vocal y la digitación melancólica de los hermanos villanueveros remueven como ningún otro artista las fibras más sensibles de mi condición humana, y sus canciones ocupan los primeros lugares de mis preferencias.
En lo más alto de esa lista de reproducción personal, indestronable tras cuatro décadas de su grabación, Uno es así, composición de Roberto Calderón, joya escondida en el álbum Los Hermanos Zuleta Vol. 15, de 1981. Completan el top 5, en orden jerárquico, por si a alguien interesa: Tierra de cantores, El cóndor legendario, Amanecer -todas de Los Zuleta- y El cariño de mi pueblo, de Oñate. Cinco piezas que suenan, huelen y saben a campo, pero también a las calles del barrio Los Nogales, a sus casas de piedra coralina con pisos de mármol, donde halló su lugar en el mundo la colonia guajira que emigró a Barranquilla desde finales de la década del setenta y trajo consigo sus costumbres, su música y su escándalo.
En esas calles nació mi poesía, aprendí las reglas básicas de la amistad, el amor y la traición mientras intentaba no arrugar la cara cada vez que me llevaba a la boca un trago de Old Parr. Si se mira bien, una parranda vallenata no es más que un pequeño sistema solar: un grupo de personas que gira alrededor del conjunto musical debido a la fuerza de atracción generada por el acordeón, que es la estrella de la reunión.
Son recuerdos que no me anclan al pasado, sino que me permiten navegar en el presente. Ahora que observo en todos los rincones del universo digital la polémica por el vestido de Ana del Castillo en los Upar Awards o el revuelo causado por el mexicano Carín León en el Festival Vallenato, pienso en mis lazos inquebrantables con una música que es más que el espectáculo de sí misma porque proviene del viento y la tierra. El corazón del vallenato palpita con cada niño inscrito en el concurso de rey infantil, late con más fuerza en la rama aficionada y bombea folclor a Colombia y el mundo en la profesional. Como metáfora de vida resulta fascinante.