Juan Alejandro Tapia
Columnista / 28 de enero de 2023

No es no

El límite es «no». «No» en cualquiera de sus formas: quedo, casi un susurro, o fuerte, claro, categórico, incuestionable: «¡No!». No es no, y sus dos letras son la frontera entre el consentimiento y la agresión. Poco importa que sea un no vacilante, que deje ver una grieta en la decisión personal de seguir adelante, una duda. Todavía así es no y jamás podrá parecerse o interpretarse como sí. 

Acoso, agresión, abuso, violación son términos que pueden llegar a confundirse y, peor aún, a mezclarse. El acoso, en una de sus manifestaciones más comunes y silenciosas, está relacionado con la subordinación y el poder, con el control que ejerce una persona sobre otra, sea económico, jerárquico o emocional. Por estos días se ha destapado un escándalo de sometimiento sexual en el Congreso de la República que involucra a senadores, representantes y mujeres jóvenes pertenecientes a las unidades de trabajo legislativo de los padres de la patria. 

Según la denuncia del exsenador Gustavo Bolívar en la revista Semana, replicada, complementada y ampliada por medios internacionales como el diario El País y columnistas que han sido testigos de lo que ocurre en los pasillos del Congreso, los favores sexuales son una especie de ‘vacuna’ que  las trabajadoras deben pagar para conservar su puesto o conseguir un ascenso. Aunque hasta ahora el único salpicado es el secretario administrativo de la Presidencia, exsenador Mauricio Lizcano, mano derecha de Petro, el escándalo, ya bautizado como el ‘Me too colombiano’, ameritó la conformación de una comisión investigativa a cargo de la senadora María José Pizarro.

Lo más diciente de esta denuncia no es que ninguna mujer se haya atrevido a hablar con nombre propio, lo que demuestra el grado de sometimiento en el que se encuentran y su falta de confianza en la capacidad de la justicia colombiana para probar que las prácticas referidas son ciertas, lo más diciente es que nadie duda de la veracidad de los pocos testimonios anónimos que se conocen. No es un ataque político, que tenga como blanco a un partido específico, el acoso está enquistado en las oficinas, las aulas de clase, los sets de televisión, en los hogares incluso, y la mayoría de los ciudadanos, hombres y mujeres, víctimas y victimarios, no lo consideran un cáncer sino un tumor benigno.

La agresión es lo que sigue al acoso, aunque no requiere de este para configurarse, es decir, no hace falta la relación de dominio o poder. Hay agresión en un intento de beso en la boca, como denuncia la mujer que asegura haber tenido que soportar el comportamiento del entonces senador Lizcano en una entrevista de trabajo, pero también la hay en el día a día laboral o académico con una mirada lasciva que no se desvía al ser descubierta, con una mano que toca, agarra o acaricia sin que medie confianza o permiso entre las partes, situaciones «sutiles» que cada vez son menos pasadas por alto. 

La violación, de llegar a comprobarse, es lo que podría poner varios años tras las rejas al futbolista brasilero Dani Alves, quien habría abusado de una joven en el baño de una discoteca en Barcelona. Dice, en su defensa, que fue un encuentro consensuado, que en ningún momento se percató de que hubiera resistencia. Quizá ella no tenía por qué fajarse a golpes con un deportista de alto rendimiento y su defensa fue decir «no». Quizá. El caso, en etapa de juicio, mantiene al jugador con más títulos en la historia del fútbol (44) en prisión preventiva ante el riesgo de que abandone España y ya tiene un veredicto propio de los tiempos del ‘Me too’: la esposa del lateral, la modelo Joana Sanz, eliminó todas sus fotos juntos de Instagram.

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