Sonia Gedeón
Columnista / 21 de noviembre de 2020

Obregón, irrepetible

Pocos artistas del talante del maestro Alejandro Obregón vivieron el Corralito de Piedra con la pasión y el afecto del buen vecino, como él lo hizo por los últimos 15 años de su vida. 

En Cartagena no solo reafirmó esa fascinación que sentía sobre los efectos de la luz solar sobre el mar, que no dejaba de maravillarlo, sino que disfrutó a plenitud de la entonces incipiente bohemia nocturna del Corralito y de los atardeceres desde ese mirador solitario en que convirtió su estudio de la Calle de la Factoría, hasta el último de sus días, el 11 de abril de 1992.

Mi primer contacto con el maestro Obregón, iniciador del Arte Moderno en Colombia, fue a través de las rendijas de un falso cerramiento, mientras pintaba el mural que engalana el pasillo de ascensores del Hilton Cartagena, bautizado “Parque de Salamanca”.

Para esa época, a principios de los años 80, le escuché decir varias veces que “mi oficio es estar inspirado”. Él no siempre estaba de buenas pulgas para saludar a periodistas que venían a conocer los avances de lo que sería el primer hotel 5 estrellas de una cadena internacional en llegar a la ciudad. Casi que en simultánea, Obregón pintó otra de sus obras cumbres, “Galerna”, en la sala principal de acceso al Centro de Convenciones de Cartagena Julio César Turbay Ayala, que se inauguró pocos meses después que el Hilton.   

Esas dos obras lo ataron para siempre a Cartagena, donde se convirtió en el personaje más querido del Centro y asiduo visitante de La Quemada, a donde llegaba como cualquier hijo de vecino, con su melena despeinada acompañado de amigos que le visitaban de todas partes.

En las tardes no resultaba extraño verlo salir de su casa a pie y andar un par de cuadras, en sandalias, sin más atuendo que unas bermudas manchadas de pintura acrílica y una camiseta a media asta para llegar hasta el Bar de Paco a tomarse una cerveza helada y comerse unos langostinos ‘sifú’. Allí tenía cuenta abierta y se daba el lujo de fiar, al igual que en cualquier otro sitio que se le antojara. 

Obregón a su vez convirtió el Restaurante La embajada de Italia en su tertuliadero por excelencia, gracias a la amistad con el fotógrafo italiano Divo Cavicchioli, quien después de la filmación de La Quemada se quedó y echó raíces en Cartagena. Allí, era frecuente encontrarlo con Gabo, Daniel Samper Pizano, Jaime Castro y Álvaro Cepeda Samudio en largas y alegres tenidas.

Cuando le preguntaban cuáles eran sus ingredientes para lograr el equilibrio perfecto para pintar, siempre decía: 10% de talento, 27% trabajo manual de carbonero y 63% de suerte. Este hombre de alma caribe, informal, sencillo, impetuoso, rumbero y amante del buen vivir, era ajeno a las solemnidades. Escondía detrás de su espontaneidad, que a veces podía resultar dura, un velo de timidez que disimulaba detrás de sus gafas oscuras, donde ocultaba esos vivaces ojos del más intenso y cristalino de los azules. 

Creativo hasta para conversar, su frase “hay que decir la verdad siempre, pero como si fuera una mentira, o sea con mucha imaginación”, hizo carrera. Y eso le pasaba cuando hablaba de algunas de sus obras, llegado el momento de desprenderse de ellas. Le daba muy duro. Ese fue el caso de las piezas con que se inauguró el Museo de Arte Moderno de Cartagena, tituladas: “La Violencia”, “Aves cayendo al mar” y la serie “Bachúe”, una de las cuales tenia dos firmas y al preguntarle respondió que era la única forma que tenía de llenar el vacío.

Obregón es quizás el artista que mejor supo narrar en colores la luminosidad de nuestra geografía caribe y andina. Pero también fue quien mejor supo contar en trazos atormentados el lado oscuro de la Colombia violenta.

De esa sensibilidad doy fe. Cuando en 1989 pusieron la bomba en el Hilton, el suyo, de su puño y letra, fue de los de los mensajes más sentidos y emotivos recibidos jamás y dice así: “Querida Sonia: por tu conducto, queremos expresarles a todos y cada uno de los funcionarios del Hilton Cartagena, nuestro pesar por el infame atentado de que fueron víctimas. Los malos instintos están sueltos y atacan ciegamente. Ojalá se recuperen pronto del impacto y vuelva a sentirse la alegría del equipo Hilton al trabajar por el turismo de la ciudad. Un fuerte abrazo, Alejandro”.

Para Silvana, la luz de los ojos del Maestro, los trazos de su papá estaban llenos de color y fuerza realizados con el mismo frenesí con que viajaba y viajaba por el mundo, siempre con el ánimo de volver a su Caribe. Un ser maravilloso, cómplice y amigo que de niña la pintaba con un cóndor sobre su hombro derecho, porque así imaginaba a su ángel protector. 

 Fue ese mismo cóndor protector de las montañas de Colombia, que pintó tan de diversas maneras, el que inmortalizó en ese gigantesco lienzo que vigila el universo desde la sede de las Naciones Unidas en Nueva York y que él bautizo “Amanecer en los Andes”, consagrando sin proponérselo su inmenso talento y talante ante el mundo.

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