Juan Alejandro Tapia
Columnista / 3 de mayo de 2025

Ochentero

Nadie pertenece a la década en la que nace, sino a la que le sigue o a la que viene después. Es en la pubertad cuando nuestra manera de ver y entender el mundo queda grabada en piedra. Los 80 representan mi conexión emocional con la humanidad por el cordón umbilical de la música. Estoy atado a ellos, me alimento de los mismos nutrientes sonoros hace cuarenta y cinco años y no siento necesidad de probar algo nuevo. Soy orgullosamente ochentero, camino por las calles con un walkman imaginario mientras mi estado de ánimo sube y baja al ritmo de una batería y una guitarra eléctrica que revientan en mi cabeza.

Más allá de recuerdos y nostalgias, la década del 80 es mi guarida, el territorio al que vuelvo cuando los trucos de la modernidad me fastidian. Esos diez años son, a la vez, mi documento de identidad y mi gentilicio: soy ciudadano de los 80, un ochentero a punto de cumplir cincuenta años de vida.

Vengo de un mundo no tan lejano en el que la tecnología era divertida, juguetes para adultos curiosos. Si supieran los gomosos del iPhone lo que era ver llegar un horno microondas a la casa. O una grabadora con casetera doble para pasar de un cubículo a otro -como por la ‘magia’ de la teletransportación de Star Trek– la música de las bandas de rock y de los ídolos de la cultura pop.

Escribo esto tras tropezar en la red con una entrevista al grandioso y no siempre reconocido en la magnitud de su talento, Phil Collins. Primero baterista y luego voz líder de la banda británica Génesis, dueño de una obra en solitario más cercana al público que la de artistas considerados genios, el compositor e intérprete de varios de los temas de la banda sonora de mi generación luce diezmado por sus 74 años. Lo ayudan a sentarse y ponerse en pie, lo conducen hasta el instrumento de percusión que le dio gloria mundial, le entregan las baquetas frente a las cámaras para ver si todavía tiene aliento. Pero no, no es otro día en el paraíso para el viejo Phil.

Quién diría ahora que ese anciano al que solo le sobrevive la sonrisa socarrona fue una estrella alabada en todo el planeta muy a pesar de esa panza incipiente que lo obligaba a apretarse más de la cuenta el cinturón y de su frente desnuda como una rodilla. Hay que verlo en el video de Separate Lives, canción oficial de la película Sol de medianoche (1985), donde aparece con pantalón caqui formal y camisa a rayas de tono ocre con las mangas dobladas, para sorprenderse de lo que era un gigante del pop-rock en esos tiempos. La fuerza de su música venía de la profundidad de sus letras y de una voz nasal inconfundible, no de ese exterior ultraproducido de los cantantes actuales.

La cinta, una complicada trama de espías y deserciones en plena Guerra Fría, mezclada con una historia de amor intercultural, saltos de ballet y pasos de tap, fue mi primera aproximación al bailarín Mikhail Baryshnikov, uno de los más aclamados de la época y de los primeros en tomar la decisión de buscar asilo en Estados Unidos. Esta semana, el diario español El País le dedicó un extenso reportaje que me devolvió a esa silla del Metro II donde lo vi danzar en puntillas por primera vez. La mente, como los brincos del nacido en la ciudad soviética de Riga, hoy parte de Letonia, está donde quiere estar; el cuerpo, en cambio, está donde le toca.

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