Vanessa Restrepo Hoyos
Columnista / 15 de enero de 2022

Pasándonos de la raya

Hasta hoy había permanecido invicta del Covid, logrando esquivar sus garras por casi dos años. Esta vez, la suerte fue otra y ahora me encuentro aislada en mi habitación, pasando incluso mi cumpleaños en unos cuantos metros cuadrados. 

Pese a que me ha dado muy leve, sin fiebre, tos o dolores, me ha costado mantener la concentración y más aún, comenzar a escribir esta columna.

Además, confieso que me he sentido vulnerable y con un poco de ansiedad al no saber con exactitud cuándo saldrá por completo el virus de mi sistema.

La crisis del Covid-19 ha sido últimamente el principal factor de nuestros altos niveles de incertidumbre, estrés, miedo y rabia, y pese a que no se debe generalizar, posiblemente a muchos les estará fluctuando su ánimo más a menudo de lo habitual.

De hecho, algunos se habrán dejado enceguecer por sus emociones, reaccionando  de manera desproporcional ante situaciones banales, sin siquiera darse cuenta de ello.

No soy psicóloga y mucho menos neuropsicóloga, así que estoy pisando territorio desconocido. Sin embargo,  bastantes son los escritos que he encontrado sobre el impacto negativo que ha tenido este tipo de coronavirus en nuestra salud mental.

Precisamente hace poco una amiga cercana, quien se encuentra realizando un doctorado en Ciencias de la Salud y del Comportamiento Humano, me comentó que, en momentos difíciles, el ser humano deja de pensar con la corteza prefrontal (la parte del cerebro con la que se piensa racionalmente y que va madurando a medida que vamos llegando a la vida adulta)y  comienza  a hacerlo de forma más primitiva con la amígdala cerebral.

Esta zona del cerebro con forma parecida a la de una almendra y que se desarrolla a temprana edad, es la que se encarga de poner nuestras emociones a flor de piel.

Y si ha notado que de un tiempo para acá, sus emociones le han estado jugando una mala pasada,  puede ser que su amígdala  esté “siendo secuestrada”, un término acuñado por el psicólogo estadounidense, Daniel Goleman, autor del éxito literario de 1996, “Inteligencia Emocional”, para definir este tipo de respuestas agresivas ante circunstancias que no lo ameritan.

Pero antes de que abucheen a la amígdala, recordemos que el cuerpo humano es una máquina perfecta y si bien es cierto que nos alborota el mal genio, también es la responsable de ponernos en alerta frente a una amenaza y de ayudarnos a reaccionar rápidamente para huir de ella o darle la pelea.

En un artículo publicado hace varios años por la revista Current Biology, el neuropsicólogo clínico, Dr. Justin Feinstein, explicó que, “la amígdala revisa constantemente toda la información que llega al cerebro a través de los distintos sentidos con el fin de detectar rápidamente cualquier cosa que pueda influir en nuestra supervivencia. Una vez que detecta el peligro, la amígdala orquesta una respuesta rápida de todo el cuerpo que nos empuja a alejarnos de la amenaza, lo cual aumenta nuestras posibilidades de supervivencia”.

Así que cada vez que se  “pase de la raya” en  momentos de tensión o que el miedo lo invada, es su amígdala la que está en acción.

La buena noticia es que contamos con la oxitocina: hormona de la lactancia, la empatía y los vínculos, la cual generamos en el hipotálamo de manera natural.

Esta, nos ayuda a que la amígdala “no nos secuestre”, ya que disminuye los niveles de cortisol (la hormona del estrés), para así poder tomar decisiones a conciencia (con la corteza prefrontal).

¿Y cómo hacemos para estimular o potenciar esta hormona a la que nombraría “la hormona de la paz”? Fácil. Pan comido.

Según las lecturas que encontré sobre el tema, solo necesitamos poner un poco de nuestra parte y comenzar a  hacer ejercicio regularmente en caso de que no lo hagamos; debemos reír más; agradecer más; realizar actividades que disfrutemos; compartir; saber escuchar; introducir palabras positivas a la hora de comunicarnos con los demás y aprender tanto a reconocer sus bondades como a expresárselas.

No es ninguna ciencia y vale la pena intentarlo ahora más que nunca,  si queremos salir por la puerta grande de este atípico escenario en que estamos.

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