Se me ocurren varios nombres para el papel: Pacino o De Niro lo harían bien, pero voy a quedarme con el Anthony Hopkins inconmensurable de El padre, la película que le valió su segundo Oscar. La vida de Martín Mestre merece un actor de ese calibre. Su historia, la de un papá que persigue durante treinta años al asesino de su hija hasta que da con su paradero, solo podría ser contada en un largometraje descomunal, de esos de tres horas o más, como los que han consagrado a Spielberg y Scorsese. Un guion para Hollywood que no deje por fuera ningún detalle de la búsqueda del violador y homicida Jaime Saade.
Para antagonista, Sean Penn, quizá Javier Bardem, en todo caso un camaleón como esos dos. Uno capaz de interpretar a un hombre que esconde un pasado atroz, un secreto que guarda cada noche bajo la almohada luego de darle un beso a su mujer y cenar con sus hijos. Por respeto, en esta proyección imaginaria, la víctima, Nancy Mariana, la estudiante de bachillerato ultrajada y asesinada en Barranquilla la madrugada del primero de enero de 1994, saldrá de espaldas. Su presencia rondará toda la película sin que lleguemos a ver su rostro, porque su presencia, tanto en este rodaje ficticio como en las vidas de los protagonistas, ya no es física. Es una punzada en el corazón.
Tras el amanecer trágico del 94 veremos a Penn o a Bardem, tres décadas después, en su nueva vida, al lado de su esposa (Zoe Saldaña o Salma Hayek si de poner a una actriz latina se trata, o Cate Blanchett si la producción pasa por alto los rasgos físicos) en la muy arborizada y casi siempre soleada Belo Horizonte, sureste de Brasil. Mientras la pareja camina de la mano, nos enteramos de que Jaime Saade ya no es Jaime Saade, el condenado en ausencia a 27 años de cárcel por el abuso sexual y homicidio de la joven, sino Henrique Dos Santos Abdala, trabajador de un hospital. Que con ese nombre lo saludan en la calle, en el supermercado, en su casa. Ha rehecho su vida al punto de que cualquier remordimiento ha sido olvidado, no se le pasan ya por la cabeza las imágenes de aquella noche fatal, solo es un hombre con un secreto bajo la almohada. Como tantos, se dice a sí mismo.
Cinco años mayor que Martín Mestre, que cumplió 80 y desde los 50 comenzó a seguirle el rastro al asesino de su hija, Anthony Hopkins transmite serenidad y sabiduría en la pantalla, lejos del espíritu volcánico que todavía irradian los también octogenarios Pacino y De Niro. Temperamento apto el de los italoamericanos para una historia de pistoleros y persecuciones en automóvil, pero no para pasar días, meses, años enteros sentado frente a un computador. Y es que esta no es la historia de un cazador, sino la de un pescador que, con paciencia y voluntad inquebrantable, atrapó con su caña al escurridizo pez que se resistía a morder el anzuelo.
Se capacitó en inteligencia criminal, buscó ayuda de expertos, abrió perfiles falsos por doquier en cuanta red social hasta que en 2020 infiltró a un familiar y dio con él. Entregó el dato a Interpol y, al enterarse de su caso, los policías no dudaron en ayudarle. Pero, si quería que Saade pagara por su crimen, primero había que comprobar que era él. Agentes encubiertos sustrajeron un vaso del que había bebido en un bar y consiguieron una huella dactilar. Lo tenían. Por fin. Ahora, imaginemos la cara de incredulidad de Penn o Bardem –«¡acción!», grita el director–, la confusión de Zoe Saldaña, Hayek o Blanchett. Dos vidas que vuelven a ser una, Jaime Saade y Henrique Dos Santos son el mismo hombre: el marido, el padre, el feminicida.
Barranquilla, en este guion de película, cobra personalidad propia. No puede la producción, por abaratar costos o facilidades logísticas, rodar esas primeras escenas de muerte y desconcierto en Santo Domingo, San Juan o Miami. Sería como filmar El último tango en París, de Bertolucci, en Madrid o La vendedora de rosas en Armenia. Hace falta una ciudad acostumbrada a ocultar su basura debajo de la alfombra, como la Barranquilla de los noventa, de los ochenta, de los cuarenta, de los veinte, de los sesenta y setenta, como la del milenio actual, como la Barranquilla de siempre. La ciudad que desestimó la carta de una testigo que vio a Nancy Mariana reunida con un grupo de hombres disfrazados con prendas femeninas en lo que sería una fiesta privada en el apartamento de Saade, la ciudad que nunca se interesó por saber quiénes eran ni qué tenían que decir sobre el disparo que recibió la chica en la cabeza. La que pasó la página cuando Saade desapareció para beneficio de quienes lo acompañaban esa noche de festejo y que por treinta años hizo oídos sordos al clamor de justicia de un padre muerto en vida.