Juan Alejandro Tapia
Columnista / 15 de junio de 2024

Recuerdo sin barba

Pesaba. Era como empuñar un arma contra uno mismo. No hacía falta sino un movimiento en falso o un pelo más grueso que el resto para dejar una marca en el rostro o, con menos suerte, cortarse el cuello. Así que afeitarse, en mi casa, era un poco jugarse la vida cada día frente al espejo. Cuando tuve edad para hacerlo, y un bigote incipiente y ridículo, mi padre me regaló su vieja Gillette de acero, provista de una perilla en el mango para abrir el cabezal e introducir la cuchilla. Invento revolucionario de comienzos del siglo XX, la maquinita redujo el número de degollados por efecto de podarse la barba con una navaja o un cuchillo de cocina. Ya estaba pasada de moda cuando la usé por primera vez. Los papás normales, es decir, los de mis amigos adolescentes, compraban para ellos y sus hijos máquinas desechables doble hoja, de la misma marca, en la tienda o el súper. Pero no el mío, peluquero y barbero con pulso de hielo. Aprendí su técnica desde niño, a punta de meterme al baño a escondidas nada más para verlo: con firmeza y sin miedo, de abajo a arriba, una mano que corta y otra que estira la piel para aprovechar al máximo el filo. Lubricaba su cara con agua y jabón, y dos cachetadas de Maria Farina, terminada la faena, para cicatrizar las heridas. Esas excentricidades de espuma y tónico jamás le hicieron falta. Fue una más de sus enseñanzas sin cátedra, producto del ejemplo y la imitación, que me acompañan todavía. A veces no hace falta un padre abnegado, basta con un beso en la cabeza de vez en cuando y entregarte a tiempo la responsabilidad de manejar un aparatito capaz de desangrarte. Recuerdo su imagen cuando veo mi reflejo mientras me afeito. Han pasado casi cuatro décadas y ahí seguimos los dos, en esa sencilla y definitiva transmisión de conocimiento. ¿Cuántos días marcan para siempre una vida como ese en el que uno de tus padres decide soltar la bicicleta para que conserves el equilibrio por ti mismo? Copié su técnica, pero he de ser honesto con su memoria: superé su destreza. Mi habilidad con la maquinita excede la suya. Puedo afeitarme a oscuras sin que aparezcan puntos rojos ni un hilo de tinta colorada. Quizá era eso lo que él buscaba: que el discípulo dejase atrás al maestro.

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