Juan Alejandro Tapia
Columnista / 20 de abril de 2024

Sacar la fiera

Enseñar los dientes, que los demás los vean, que sepan que ahí están. Blanquísimos y geométricos como mandan los cánones estéticos de hoy; no tan filosos ni amenazantes como los de antes, pero ahí están. Eso hicieron los jugadores de Junior en Bogotá cuando la rabia les pudo y dejaron salir la fiera por un gol del rival que surgió de un error del árbitro. No fue por desconocer el reglamento, como simplificó la prensa deportiva. Fue -quiero creer- un acto de rebeldía frente a la injusticia sistemática, frente a lo que no está bien. Sacar el hombre al que la sociedad devora.

Era lo de menos que el equipo contrario aprovechara la ocasión para marcar otro gol y ampliara su ventaja. Hay vida más allá del fútbol, que es un juego para divertirse y molestarse, solo eso. Ahí parados, estáticos, conos humanos, los jugadores de Junior dejaron de ser futbolistas profesionales, chicos afortunados que ganan millones por correr en pantaloneta detrás de un balón, para regresar a su rol de ciudadanos. Ciudadanos rebelándose contra el establecimiento. Sí, eso tan mamerto.

Como Zinedine Zidane en la final de Alemania 2006 con el juego empatado y la gloria eterna al alcance de los dedos. Un gol más para su país, que tenía las de ganar bajo su mando, y a pedir cupo en la mesa de Maradona y Pelé. Con 34 años, en el partido de su jubilación, habría sido la despedida más memorable de todos los tiempos para un jugador excepcional. ¿Existe algo más importante que levantar la Copa del Mundo con la cintilla de capitán amarrada al brazo? Para Zidane, sí.

Dejó salir la fiera argelina enjaulada en la camiseta francesa y embistió con su cabeza pelada al matón de barrio que pasó a la historia por el cabezazo que le dieron y no por el que dio. Hace falta haber nacido en Italia para recordar que esa noche berlinesa un tal Marco Materazzi anotó el empate que mandó el partido al alargue. Pero todos saben que hubo un calvo tocado por la magia de los dioses del fútbol que prefirió ser expulsado a pasar por alto los insultos del bravucón a su hermana. Un calvo llamado Zidane, capaz de sacrificar su lugar en el Valhalla, en la mesa de Odín y Thor, por su dignidad.

Rebeldía y pacifismo no son conceptos antagónicos; la mansedumbre sí, y suele derivar en complicidad. Hace poco más de un mes el presidente francés Emmanuel Macron decidió apartarse de la línea cautelosa y hasta contemplativa de algunos de sus colegas de la Otan y la Unión Europea respecto a la invasión rusa en Ucrania. «Si decidimos ser débiles frente a alguien como Putin, que no tiene límites, si le decimos de forma ingenua que no superaremos este o ese límite, no sería buscar la paz; sería asumir la derrota”, dijo. ¿Pretende acaso Macron una guerra con un país que lo supera en capacidad bélica? Ni loco que estuviera. Pero entiende que los lobos siberianos, y el presidente ruso es uno de ellos, atacan cuando huelen miedo.

En Junior, el brazalete de capitán le pertenece a Carlos Bacca, un triunfador cuyas hazañas deportivas no son comparables con su gesta de supervivencia: pescaba en el muelle de Puerto Colombia para llevar comida a su casa, cobraba el pasaje en los buses entre su municipio y Barranquilla para no ser un estorbo mientras apostaba su futuro al balón; un luchador que ha respetado las reglas, no se las ha saltado. Fue él quien con un acto sencillo de protesta, entregarle la pelota al contrario, puso a tambalear la estructura podrida del fútbol colombiano.

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