Juan Alejandro Tapia
Columnista / 28 de septiembre de 2024

Se juega como se vive

Fue Francisco Maturana el que acuñó la frase a principios de los años 90: «Se juega como se vive». Lo decía por los futbolistas, por supuesto, para referirse a la manera en que el entorno influye en su estilo y en el rendimiento: la alimentación, la crianza, la educación, las amistades, el miedo de nacer y crecer en un país como Colombia, y tantas otras circunstancias decisivas en la formación de un ciudadano. Pero la frase encaja, también, para los hinchas, porque son el reflejo de lo que somos como sociedad: un país violento solo puede parir gente que va a darse puñal a los estadios y que convierte en guerra una fiesta como el fútbol.

Las barras bravas son un fenómeno relativamente nuevo en Colombia. Surgieron a finales de la década del 90 como imitación del fútbol argentino. Todo lo bueno y lo malo que hemos aprendido de este deporte nos ha llegado del sur del continente. De Argentina vinieron los trapos, los cánticos, los viajes por carretera para seguir al equipo amado a donde vaya, los términos utilizados por los periodistas y la pasión enfermiza por un escudo y unos colores al punto de hacerse matar por defenderlos. Lo único que no importamos fue su violencia, tan salvaje como la nuestra. ¿Para qué? De esa ya teníamos bastante.

Lo vivido la noche del jueves 26 de septiembre en el estadio Atanasio Girardot de Medellín, durante el partido Nacional-Junior, tiene razones logísticas que ameritan una investigación a fondo: ¿cómo pueden cientos de hinchas ingresar navajas, cuchillos y hasta machetes sin ser detectados? ¿Por qué fue permitida la entrada de una barra brava del equipo visitante al escenario? ¿Fue un detonador la celebración de Marino Hinestroza en el segundo gol ‘verdolaga’? Pero hallar las respuestas no solucionará el problema, solamente servirá para señalar a los responsables.

Mientras en las calles de Colombia siga muriendo gente inocente por el robo de celulares; mientras continúen los asesinatos de conductores, tenderos y comerciantes para presionar el pago de extorsiones; mientras los niños perezcan de física hambre en La Guajira, Chocó y Amazonas; mientras la corrupción convierta en migajas el presupuesto nacional, la paz no va a llegar a esos laboratorios sociales que son los estadios. Porque, como dijo el técnico filósofo que nos entregó dos clasificaciones a mundiales y la Copa América de 2001, «se juega como se vive».

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