Juan Alejandro Tapia
Columnista / 12 de octubre de 2024

Shakira, la “agradecida”

Vaya usted a saber de dónde era, qué dolor cargarían sus pies, esos que lo arrastraron por junglas y desiertos y mares y llanuras y fronteras electrificadas y con alambres de púas -quizá desde algún lugar del África subsahariana o de más allá o más acá- hasta ponerlo ahí, frente a mí. Dos extraños en tierra extraña. Los dientes blancos, poderosos, como marfil; los ojos negros, aunque es bien sabido que nadie los tiene así.

-Where are you from? -quiso saber con su inglés de ninguna parte.

-Colombia -respondí.

-Columbia… ¡Shakira, Shakira! -fingió entusiasmarse, y puso en mi radio visual los llaveros con réplicas en miniatura de la torre Eiffel que vendía al pie de la estructura icónica de París, a un euro por unidad.

«¡Shakira, Shakira!», el pegajoso llamado del rapero haitiano Wyclef Jean a la barranquillera en el tema Hips don’t lie -Las caderas no mienten- es como un símbolo patrio en el exterior, un sello de identidad cultural o un pasaporte musical aceptado por toda la humanidad.

Los argentinos viven un fenómeno similar, pues todos llevan el apellido Messi o Maradona en el acento. «¿Argentino?… ¡Diego!… ¡Lionel!», les gritan en París, Roma, Nueva York, en cualquier ciudad donde un inmigrante ofrezca llaveros. Así, Shakira es el nombre de Colombia hasta en la esquina más apartada del planeta.

Somos la tierra del café y el aguardiente; de García Márquez y su Cien años de Soledad; de La gota fría de Carlos Vives, no la del viejo Mile; de las figuras voluminosas del maestro Botero; de la cocaína y de Pablo Escobar, hay que reconocerlo, que es el único que compite en popularidad con la colombiana universal. Pero el nombre del narco empieza a comérselo el tiempo. A las nuevas generaciones parece no interesarles tanto como a la mía la historia del mayor criminal de su época si no sube sus fechorías ni sus conquistas ni su vida de lujos a Instagram. Hasta en su propio país, cientos de miles desconocen ya a Escobar o lo confunden con el actor Andrés Parra.

Shakira, en cambio, no pasa de moda. Principalmente porque nunca ha sido eso. Definir un momento histórico, volverlo propio, es la característica de toda tendencia. Cyndi Lauper fue el grito de rebeldía de los 80s; Britney Spears, la superficialidad y falta de estética clara de los 90s; Beyoncé, el empoderamiento femenino de los inicios del siglo XXI; Taylor Swift, la voz de un mundo interconectado que se adentra en el laberinto de la inteligencia artificial.

Todas ellas líneas verticales atravesadas por el talento supratemporal de Madonna, quien hace unos meses reunió a casi dos millones de personas en la playa de Copacabana tras cuatro décadas de carrera. El efecto Shakira es el mismo de la reina del pop, pero en la música latina: ha surfeado por la balada, el pop, el rock, la bachata, el reguetón y hasta la regional mexicana sin caerse de la tabla ni dejarse envolver por la ola.

Conocí a Shakira en el año 1999 -conservo el recuerdo de haber estrechado su mano; ella, por supuesto, no debe acordarse- cuando promocionaba el álbum ¿Dónde están los ladrones? Llegó a la redacción de El Heraldo, donde yo trabajaba, con el look de la carátula del CD -trenzas fucsias y rosadas-, invitada por el director Juan B. Fernández, quien le tenía preparada una bandeja de butifarra y bollo limpio que prácticamente devoró sola. «¿No van a comer?», nos decía a los periodistas aglomerados para verla de cerca.

Cuenta la leyenda que cuando Shakira era niña, su padre, William Mebarak, iba con ella a El Heraldo y, como era lógico, debían esperar a que pudieran atenderlos. A juzgar por la alegría que irradiaba ese día la cantante que cuatro años atrás había revolucionado la música en español con su álbum Pies Descalzos, mientras engullía una butifarra tras otra, Shakira, como el significado de su nombre árabe, es una «agradecida» con todos los que proyectaron su carrera.

Una muestra la acaba de dar con Barranquilla al correr un día la fecha de su concierto en el estadio Metropolitano para no restarle protagonismo al desfile de Guacherna. Ya había tenido un gesto parecido en 2018 al abrir un hueco en su agenda de conciertos para estar presente en la clausura de los Juegos Centroamericanos y del Caribe.

Es que ahí donde la ven, Shakira jamás se ha ido de Barranquilla. En 2002, cuando apenas ingresaba al mercado estadounidense y la invitaron a cantar en un homenaje a Elvis Presley en Las Vegas, escogió interpretar Always on my mind porque la versión electrónica de Pet Shop Boys sonaba a cada rato en la emisora local de música americana, Oro Stereo, cuando era una adolescente. En 2005, Hips don’t lie ponía a bailar al mundo desde el intro de trompeta que evocaba Amores como el nuestro, de Jerry Rivera, tema de 1992 que todavía es un himno entre las jóvenes barranquilleras. En 2010, el Waka Waka fue construido sobre el Zangalewa, del grupo africano Golden Sounds, punta de lanza de la irrupción de la terapia en Barranquilla a finales de los 80s. Todos referentes sonoros de una ciudad y una generación -la mía- agradecidas con Shakira.

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