Carlos Polo
Columnista / 23 de julio de 2022

Todos seguimos a la espera

No, en esa noche taciturna y recién estrenada, no había estado cayendo una llovizna roja y constante que hacía mucho más rojas las carreteras de Kentucky… Más bien, gracias a esa inclinación por las atmósferas tristes y los ambientes melancólicos, no se me ocurre otra cosa que una llovizna parca y macilenta se descolgó desde el cielo de Nueva York, aquel 12 de octubre de 1972, cuando las manecillas del reloj marcaron las 7.

Mejor, a esa hora empezó a caer sobre los grises rascacielos de la Gran Manzana, una tímida nevada que ya el Nene no podía observar a través de la ventana del hospital, quizás en ese justo momento, antes de cerrar los ojos de forma definitiva, pensó en aquella pequeña casa rosada frente al mar, en el tren que pasaba raudo, en la gente que saludaba desde la ventana  o quizás en la figura lejana de los barcos alejándose del muelle… 

A lo mejor se mezclaron los copos de nieve y la lluvia cayendo sobre los tejados de aquella ciudad de enormes soledades, de saxofones entristecidos, de esperas eternas, de barras melancólicas, de sillas altas forradas de rojo…. Una ciudad de blancos ruidos solitarios, de  Tap- tap- tap – tapin… Aquella ciudad en donde el bueno de Sammy tocaba el contra bajo en la soledad lúgubre de L, Bar.

A lo mejor antes del sueño del que no se vuelve, el cabellón aquel, que en pleno apogeo de los años 50, se atrevió a lanzarle un taco de dinamita a la parroquial, provincialista y ultra conservadora narrativa colombiana, imaginó a la Barranquilla de sus amores, mejor dicho a Colombia entera, desprovista de la influencia de los bobales, -pero que va, Nene Cepeda, aquí siguen los mismos bobales de siempre con las mismas boberías-. Tap- tap- tap – tapin… En ese sentido, todavía seguimos a la espera, viejo Álvaro.  

El próximo 12 de octubre se cumplen 50 años de la muerte de Álvaro Cepeda Samudio, un hombre del renacimiento, nacido aquí, en ‘Curramba’ en 1926, publicista, periodista, cuentista, novelista, cineasta y otras tantas ‘malas costumbres’, de los inquietos soñadores que no reconocen fronteras o límites en su ímpetu creativo. Hoy por hoy, Cepeda Samudio es considerado un vanguardista y pionero en experimentaciones de orden formal y creativo; su obra es innovadora y adelantada a su tiempo, fueron famosos sus reportajes y entrevistas, editoriales y crónicas, así como sus libros de narrativa: los cuentos de Todos estábamos a la espera (1954) y Los cuentos de Juana (1972), la novela La casa grande (1962), la película La langosta azul (1954).

El también periodista y escritor Daniel Samper Pizano afirma que el Nene Cepeda fue el primer heraldo que hubo entre los colombianos de la llamada moderna literatura norteamericana. Samper Pizano ubica a Cepeda en la línea sin fronteras entre la narrativa y el periodismo,  “que –como se verá después– forman el llamado Nuevo Periodismo”.

 El autor Hernando Téllez asegura que Todos estábamos a la espera es pura literatura y lo que se halla difundido a través de estos cuentos, es precisamente el secreto de su belleza, el arcano de la poesía, esa que se puede identificar en esos hombres solos que esperan en la orilla de los bares, mientras paladean su angustia, infinitamente solos,  esperando,  ¿a quién?, ¿a qué? A un hombre vestido de payaso, un Joe de ojos soñadores, a un Jumper Jigger que baile sobre los dientes sonrientes de un piano blanco…

El periodista y escritor Juan Gossaín recuerda con admiración y cariño al que él considera como una especie de prodigio, en sus propias palabras, el encargado de modernizar el periodismo en el país y uno de los autores nacionales que mejor manejaba la técnica del diálogo. “Sus cuentos son un prodigio porque aprendió a contar los cuentos del barrio, supo retratar la vida cotidiana”.  

Los autores que fueron determinantes en su obra: Saroyan, Faulkner, Joyce, Dos Passos, Fitzgerald, Anderson, Miller, Caldwell, Mailer, McCullers, Talese, Updike, Wolfe, Hemingway, Borges, Woolf y Felisberto Hernández, entre otros, se convirtieron en los guías que determinaron el camino hacia la búsqueda de su propio universo temático y lingüístico, ayudándolo a adentrarse en terrenos mucho más urbanos y experimentales, transformando conscientemente el canon y tomándoles una ventaja considerable a sus contemporáneos colombianos cultores de la narrativa y del periodismo en esa época.     

Para el cronista Alberto Salcedo Ramos, Cepeda Samudio aportó mucho para la evolución del periodismo colombiano, fue un hombre que bebió de primera mano de la tradición norteamericana, con mucho olfato periodístico, “un gran titulador”, un autor que propuso una ruptura importante, “fue un hombre de la vida que construyó una obra meritoria, pero inconclusa, porque estaba dedicado a su vida de ventarrón. Vivió como si supiera que moriría demasiado pronto”.

Sobre Cepeda Samudio, el periodista y cineasta Heriberto Fiorillo anotó que, con la misma pasión con la que criticaba algún escritor distraído, los versos del himno local o insultaba al presidente de alguna nación importante, así mismo experimentaba con una nueva técnica del lenguaje. 

El fallecido German Castro Caycedo afirmó que el cuentista Cepeda Samudio le parecía magnifico, superior al periodista. “La forma es preciosa, pero le encuentro muy poco fondo, así como uno se lo encuentra a Rulfo por ejemplo, por no hablar de García Márquez que era un fuera de serie”.

Gabo, su amigo y cómplice de correrías y épicas batallas, es de los que pensaba que Todos estábamos a la espera, era el mejor libro de cuentos que se había publicado en Colombia. “A otros –tal vez la mayoría– parecerá discutible esa afirmación. Pero sin duda todos estarán de acuerdo en que es el más interesante”.

Álvaro Cepeda Samudio murió de cáncer a los 46 años; tras las 5 décadas de ausencia de este outsider que detestaba los formalismos, no ha habido otro que levante la voz desde la periferia y se le mida a desafiar las estructuras y los esquemas del poder cultural y creativo enquistado en el centro.

Cepeda fue un hombre desabrochado, de abundante melena desordenada, una especie de ventarrón, de tren desbocado y bulloso, de estrella fugaz que vino a regalarnos destellos de su efímero fuego. Para nuestro pesar, no le dio tiempo de irse a Ciénaga a beber ron y escribir esas cipotes novelas que venía maquinando en su cabeza, tampoco le alcanzó para seguir soñando en 35 milímetros la agitada película de su vida.

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