Nuestra Gente / 12 de julio de 2025

El horno que nunca se apagó: María Narcisa y las galletas que sostuvieron a un pueblo

Romario Quintero

A sus 94 años falleció María Narcisa Bustillo, la querida matrona de San Juan Nepomuceno, Bolívar, que inventó hace varios lustros las galletas María Luisa, todo un manjar que simboliza esa región de los Montes de María.

María Narcisa preparando todas las tardes las María Luisa para su venta. Cortesía: Óscar Díaz, El Universal

En San Juan Nepomuceno, donde las tardes se parten en dos bajo el peso de un sol que huele a mango maduro y tierra caliente, hay una casa humilde, pintada de cal, que todavía guarda el secreto de un horno encendido.

Está justo frente al viejo cementerio del barrio San José, como si la vida, en forma de dulce, se hubiera empeñado en plantarle cara a la muerte. Allí vivió y horneó María Narcisa Bustillo, la mujer que, armada de paciencia y mantequilla, inventó un bocado que hoy sabe a infancia, a pueblo que resiste y a café recién colado: la galleta ‘María Luisa’, símbolo de toda una región.

María Narcisa ya no está. Murió hace unos días, a sus 94 años, dejando tras de sí una estela de harina, dulce de leche y memorias que se derriten en la lengua como sus galletas. Pero su horno, ese que crepitó medio siglo sin apagarse, sigue encendido en la boca de quienes la recuerdan y en las manos de otras mujeres que hoy, entre hornos de leña y charolas improvisadas, siguen moldeando la herencia de la matrona.

UNA CHISPA, UN DULCE Y UN PUEBLO ENTERO

Dicen en San Juan que todo empezó una tarde cualquiera. Que en aquella tienda-panadería, entre el olor de pan cocido y la brisa calurosa, María Narcisa encontró un dulce de leche abandonado en la nevera y unas galletas frías que se habían quedado sin vender.

Lo demás fue instinto, terquedad y algo de magia doméstica. Con manos morenas y firmes, unió dos galletas delgadas, las pegó con dulce, las cubrió de merengue casero, ese que solo sabe preparar la abuela, y las devolvió al horno. Nacieron polvorosas, suaves, dulces, como un susurro de azúcar entre dientes. Así nació la galleta María Luisa,.

Quizá fue el capricho de algún cliente, un error que se hizo costumbre o una forma de separar a la mujer de su creación. Pero lo cierto es que el nombre quedó grabado, igual que el sabor.

María vendiendo sus galletas en su local tradicional en San Juan Nepomuceno. Cortesía: Óscar Díaz, El Universal.

LA GALLETA QUE RESISTIÓ LA GUERRA

Cuando llegaron los años más duros esos que tiñeron de miedo los Montes de María, cuando la noche era un rumor de disparos y la madrugada un éxodo silencioso la tienda de María Narcisa nunca cerró.

Mientras otros bajaban cortinas, ella subía la tapa del horno. Con su esposo, Eliécer Hernández, amasó pan, horneó cocadas, vendió bizcochos y, claro, moldeó galletas. Cada mordisco era un pedazo de coraje. Porque en San Juan Nepomuceno, resistir también se hacía con harina y dulce de leche.

De su tienda salieron las primeras bolsas de papel que cruzaron fronteras invisibles. Primero fue Sincelejo, después Cartagena, luego Barranquilla. En cada terminal, algún viajero escondía un paquete de María Luisa para llevarse un pedazo de pueblo a la ciudad.

El secreto del relleno ese toque de dulce cocido en fogón de leña se quedó guardado en la cocina de doña María. Ni sus hijos lograron sonsacárselo. “A mí nadie me dijo cómo hacerlo, así que yo no digo nada”, reía ella, como si custodiar un secreto fuera su último acto de rebeldía.

Doña María Narcisa sonríe en la terraza de su casa. Cortesía: Óscar Díaz, El Universal.

EL LEGADO QUE SE HEREDA DE HORNO EN HORNO

La última vez que encendió su horno fue para atender un pedido de 300 galletas rumbo a Sincelejo. Tenía casi noventa años. Para entonces, la llama de la tradición ya se había repartido entre otras casas, otras mujeres, otros hornos de barrio.

En el barrio San Isidro, por ejemplo, la familia Canoles Arrieta hornea entre 2.500 y 3.000 galletas diarias. Es una microempresa que huele a infancia y a madera quemada. Hermanas, primas, sobrinas, muchachas que aún no cumplen veinte años, se reparten la faena: preparar el merengue, cortar las galletas, rellenarlas de guayaba, de dulce de leche, de arequipe.

Luego las secan al sol como manda la costumbre mientras la brisa arrastra el aroma por callejones polvorientos. Cada paquete, de diez unidades, vale 4.000 pesos, y cada mordisco revive un siglo de recetas orales.

Así, entre mujeres, la María Luisa se hizo fuerte. Cruzó generaciones, parió pequeñas economías caseras, salvó casas del hambre y puso a trabajar a jóvenes que, de otra forma, hubieran migrado o abandonado la escuela.

Porque detrás de cada galleta hay una historia de supervivencia, una abuela que enseñó a no rendirse y una comunidad que aprendió que resistir también puede ser dulce.

Durante el proceso de elaboración de las galletas. Cortesía: Óscar Díaz, El Universal

UN HORNO FRENTE AL CEMENTERIO

Hoy, la casa de María Narcisa sigue ahí, frente al cementerio. Hay quienes dicen que de noche, si uno pasa despacio, todavía se cuela un hilo de aroma a mantequilla derretida.

Que dentro, entre mostradores de madera vieja, quedan repisas que guardan el eco de charolas golpeando, de risas de niños, de un pueblo entero comprando dulzura cuando la realidad era amarga.

No fue repostera de escuela ni empresaria de escaparate. Fue, ante todo, mujer del Caribe: creativa por hambre, terca por amor, generosa por convicción.

Con una bandeja de galletas, educó a sus tres hijos, enterró a su esposo, sobrevivió al miedo y enseñó que un horno encendido puede ser el mejor escudo.

Dicen que murió tranquila, en su mecedora, mirando la puerta de su tienda abierta de par en par. Dicen que se apagó su cuerpo, pero no su fuego. Porque cada María Luisa mordida en la plaza, vendida en la carretera o repartida en un bus rumbo a la costa lleva su nombre, su risa y su secreto.

Y aunque nadie sepa bien por qué no se llama María Narcisa, allá en San Juan saben una verdad indiscutible: si no comes María Luisa, no viniste a San Juan.

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